¿En serio te has ido?
Lo tiempos convulsos siempre son un regreso desolador y silencioso. Desandamos el camino y dejamos atrás esa época maravillosa donde creíamos posible deshacer nuestra servidumbre. La ruta hacia el nuevo y eterno comenzar se hace cada día más vergonzosa. El fracaso es huérfano de explicaciones, pero la farsa esta allí y sigue montada, intentando todavía cobrar el espectáculo en el que caemos una y otra vez. Ellos también nos gritan que, si somos tan poderosos como decimos, nos liberemos a nosotros mismos. Ellos se burlan. Ellos nos saben clavados en el duro madero de la imposibilidad hecha de miedo, hambre, tristeza y muerte. El aturdimiento es una pesadilla, no es solo este volver a la nada, es que no podemos escapar del laberinto. Tenemos los ojos incapacitados para ver la salida, porque tenemos sangre nos nubla la mirada.
No somos los primeros. Nuestra historia está hecha de pueblos sometidos y seres decepcionados. Emaús es el regreso a la tristeza. El fin del acto. El desalojo de la sala. Emaús es desandar hacia esa soledad estructural que conjuramos por un breve tiempo. Dios es la euforia bulliciosa de la esperanza, es la esplendorosa algarabía que precedió al conticinio y la oscuridad de la noche. El bochorno del silencio abre las puertas a una verdad que es mucho más dura. Jesús murió. Y con su muerte acabaron estos tres años de parábolas, confrontaciones con el poder estatuido y milagros. Los ciegos, los sordos, los endemoniados ya no tendrán a quien acudir. Los leprosos volverán a sus escondrijos y nadie les devolverá la salud. Con su muerte en la cruz se acabó el delirio y nosotros volvemos a nuestro Emaús. Los que esperábamos la libertad de nuestro pueblo regresamos con las manos vacías y el corazón seco. No somos los primeros en cegarnos a la compañía auspiciosa de Dios al que sin embargo no ven, no sienten “porque ellos tenían los ojos incapacitados para reconocerlo”. (Lc. 24,16)
¡Oh, mi patria, tan bella y perdida! ¡Oh, recuerdo tan querido y fatal! es también nuestra lamentación común a todos los pueblos y a todas las épocas donde pueblos enteros viven fuera de los confines de la libertad. ¿Qué hacemos con estos tres años? ¿Qué hacemos con los últimos veinte? ¿Qué significado le damos al perderlo todo? ¿No supimos lo que hacíamos? En eso consiste la pérdida de la cordura. Experimentamos la posesión dionisíaca y creímos que la vida iba a transcurrir alrededor de esa orgía de fuego que nos atraía tanto. Hemos decidido ser polillas que aletean infructuosamente alrededor de la luz de los bombillos hasta que, caemos desfallecidos en esas noches de lluvia intensa que dejan como única secuela los restos inútiles de un esfuerzo vano.
Perdona Señor nuestro constante extravío.
¡Qué necios y torpes para creer cuánto dijeron los profetas! (Lc. 24,25) No creímos. Entre otras cosas porque estamos cercados por los falsos profetas y las más perturbadoras profecías. Pensamos que era posible esa oferta tan atractiva de vivir la máxima felicidad posible sin esfuerzo productivo. Nos saqueamos las entrañas y dejamos a nuestros hijos sin heredad. Aplaudimos la diáspora y celebramos la fractura de las familias. Celebramos la presencia del “hombre fuerte” al frente. Idolatramos el militarismo subyacente. Apostamos a la salida fácil, al abrazo puñalero y la convivencia en paz con la bestia voraz. Sin entender la confabulación ni apreciar que los mundos de la poesía son el empíreo y el delirio, nos creímos un San Francisco Colectivo, capaces de domar a la bestia que delineó Rubén Darío. Esa bestia que es y somos un rudo y torvo animal, incapaz de la clemencia y que ha transformado el crimen en necesidad cotidiana. Esa creatura que actúa desde el temor y la maldad, que necesita sangre y vive del robo. Ese lobo que a la vez es y somos, con las,
las fauces de furia, los ojos de mal. Ese animal que hizo fracasar la bondad de San Francisco, el lobo, el terrible lobo cuyo nombre es y ha sido siempre “poder total”, ahora y perpetuamente en embestida guerrera contra nosotros que, a la vez somos la mano temerosa que ofrece paz y la mordida tajante que devora. ¿Quién nos tratará con misericordia? ¿Quién nos perdonará? ¡No habrá invitación al paraíso mientras no haya la valentía necesaria para reconocer la cruz que todos cargamos en nuestros hombros!
Lo crucificaron nuestros líderes. No fueron otros que los sumos sacerdotes y nuestros jefes los que lo entregaran para que lo condenaran a muerte. (Lc. 24,20). El camino hacia Emaús obliga a replantearlo todo. El alma vacía, pero pesada. El andar es misterioso. El sol parece huir hacia la noche de la que venimos. Vamos de regreso hacia la nada, solo con la compañía del poema de Gervasi. “Atrás el tiempo queda como drama en el hombre: engendrador de vida, engendrador de muerte. El tiempo que levanta y desgasta columnas, y murmura en las olas milenarias del mar… Los pasos en el polvo, el fuego de la sangre, el sudor de la frente, la mano sobre el hombro, el llanto en la memoria, todo queda cerrado por anillos de sombra”. Volvemos a Emaús como si fuéramos inmigrantes que venimos del destello.
“Dicen las mujeres que no lo consiguieron. Dicen que está vivo”. Lo quisieron tirar en ese depósito de cadáveres donde van a parar los ajusticiados del Gólgota. Un cuerpo más entre muchos. Desconocido y sin nombre, solo con las trazas del sufrimiento indecible, como si todo del mundo tuviera que agazaparse para esconder el crimen. Como ha pasado tantas veces. Como seguirá pasando. El poder desguaza y busca escondrijos. El poder es cobarde. Y la mirada nuestra que prefiere no ver ni encargarse, la mirada del descarte que prefiere no creer es también una renuncia culposa al poder de la compasión. Preferimos un mundo sin prójimos ni buenos samaritanos. Mejor la burla y el demérito. Mejor decir que son cosas de las mujeres alucinadas e incapaces de afrontar la verdad. Son ellas las que dicen incluso que “habían tenido una visión de ángeles que les dijeron que Él está vivo” (Lc. 24,23). Mejor desmarcar la vida de la muerte y abandonar a la soledad al agonizante. Mejor evitar el ruido moral que llevó a Antígona a desafiar el extravío moral hasta la muerte misma. Mejor seguir de largo. El hijo no ve a la madre. La madre no ve al hijo. Es el descarte de la compasión y la normalización de la muerte como un acto meramente administrativo. Una decisión legal más. Un acto de eutanasia forzada que aborta toda mirada. ¿Qué es la buena muerte? Nadie responde.
Apuremos el paso que se hace tarde y el sol está en nuestras espaldas. Han pasado tres días y toda promesa, toda ilusión se ha venido agotando como una vela que ha alumbrado toda la noche. La oscuridad se impone. Y hace frío. Y tenemos hambre. Frío, hambre, oscuridad y miedo que todavía se percibe en ese monte que se transforma en el último andar, el paisaje fugaz desde donde puedes apreciar la crueldad y la injusticia. La cruz en alto te permite ver. Desde allí aprecias el campo de exterminio, el despropósito de los que van a los pueblos y a los barrios dispuestos a matar. Puedes ver, compartir, sentir el pánico de esa mirada que luce aturdida mientras va procesando ese momento inminente de la ráfaga donde culminará todo. Puedes apreciar ese negro absoluto en que consiste el alma del asesino. Y la impostura del que decide y luego se lava las manos pretendiendo evadir la responsabilidad. Puedes observar a los impostores seriales, los perpetradores de las medias verdades, los arquitectos de la confusión, los cobardes, los seguidores fanatizados, los que solo son turba, los que se encumbran para someter al resto, los golilleros, y los que hacen un negocio descartando la vida de los demás. Lo ves todo y gritas desesperado que haya perdón para los que no saben lo que hacen.
¿Perdón sin entereza? Dura pregunta para quien ha venido a redimir pero que se somete a los designios divinos. ¿Perdonar al que ordenó y mató con sevicia e inutilidad? ¿Perdón para el delator que usó la mentira para que procediera el exterminio? ¿Perdón para el que encubrió el crimen con falsa justicia? ¿Perdón para el tibio y el errático? ¿Perdón para el que hizo de nuestra agonía un negocio? ¿Y si sabían lo que hacían? ¿Y si actuaron con sevicia? ¿No les toca a ellos el juicio severo que prometió el Señor cuando llegada la hora deba separar las ovejas de las cabras? ¿No reclamará acaso la indiferencia ante el hambre y sed de justicia, y la falta de compasión con el inmigrante, el desnudo, el enfermo y el encarcelado? ¿No reclamará acaso el abandono del otro a la hora de la muerte y la potestad diabólica de pretenderse amos de la historia al abortar una vida en transcurso? ¿No fuiste tú mismo el que dijo que había “fuego eterno preparado para ellos” (Mt. 25,41)?”. ¡Señor, perdona nuestra incapacidad para vivir con tu justicia!
La garganta seca. La sed que nos reduce al ansia constante en la búsqueda de una conformidad con los mínimos. Si tan solo hubiera durado un poco más. Si lo hubiésemos sabido a tiempo no sería tan larga la noche ni tan frío nuestro destino. Sed y ganas de vida. Garganta seca porque nuestros clamores se pierden en este ocaso de la esperanza que no recibe ninguna otra respuesta que este regresar tan amargo.
La vuelta del tiempo perdido. La necesidad de desentendernos y negar lo hecho para comenzar de nuevo la búsqueda afanosa de esa pequeña luz que se nos niega en esta reclusión cuyos barrotes son la oscuridad, el silencio, la represión y la muerte. Sed de fraternidad. Deseo de claridad. Ganas de futuro. Si tan solo pudiéramos replicar ese resplandor propio de tu mirada rebosante de verdad, vida y paz. Sed de ti y de tus significados. Vida y no muerte. Paz y no conflicto. Verdad y no esta mentira continuada en la que el mal se aprovecha de la mirada tenue del ocaso en el que nos hemos convertido. Sed de amaneceres que no concluyan con el abatimiento de la noche que se despliega en nuestros corazones como puñalada. Sed de serenidad y confianza. Mi garganta está seca por la desconfianza y la confusión. Tengo sed y voy de regreso hacia un vacío que no creo merecer. Si estuvieras aquí, caminando con nosotros, pero no estás, no te siento. Meribá es de nuevo tentación y exigencia en medio de las tinieblas que me obligan a palpar en el vacío. Tengo sed. ¿Está o no está con nosotros el Señor? (Ex. 17, 1-7).
¿Será este mi último andar? ¿No será preferible que me siente en cualquier roca y en lugar de transitar hacia la nada vea pasar a los otros, ciegos como yo, ansiosos de sol como yo, desguazados como yo? ¿Y si eres Tú el que pasa y no te puedo reconocer? Tengo los ojos cerrados al anhelo. Vengo del vértigo de tu gracia y ahora siento el desvanecimiento que me produce tu ausencia. Te vi repartir el pan, calmar las aguas furiosas, caminar sobre el lago, y pronunciar tus bienaventuranzas. Sentí tu mano amorosa y me deje encandilar con tu mirada. Pude leer tus trazos en la arena. Te vi amar intensamente nuestras fragilidades. Sentí tu santa indignación. Tuve miedo cada vez que te exponías al linchamiento. Y no pude. No pude con ese mediodía tenebroso en el que el sol evitó ser testigo de tu muerte. No pude ver la lanza enterrada en tu costado. Cerré los ojos. Sentí soledad y me abrumó la nada en la que se tradujo mi pensamiento en pausa. Todo había acabado y nada parecía recobrar el sentido. ¿Acaso te entendí? ¿Eras o no eras el mesías? ¿Por qué permites que seamos el reclamo injusto del mal que pretende cribarnos como trigo? ¿Por qué me siento fallo y desprovisto de fe? No soy yo el que te quiere negar, pero ¿adónde te fuiste? ¿por qué no te pude seguir? No avanzo, arrastro mis pasos, Emaús ya se asoma. Sin embargo rezo y deseo con el poco aliento que me queda. Lloro y pido tu compañía, “quédate con nosotros, que se hace tarde y el día va de caída” (Lc. 24, 29). ¿Será eso mucho pedir? No puedo soportar el peso de tu ausencia, ni el vacío helador en el corazón que se hace cada vez más grande, tan grande que me aplasta el desandar una ruta cargando tanta vergüenza, angustia y miedo. Me siento devastado en mi desesperación, aunque te pienso, pero con dolor. ¿Sigues aquí o tu partida significará el silencio eterno y esta soledad perpetua en la que me estoy estrenando? Al abrir la puerta de mi casa sabré que todo está consumado. ¿Y ahora qué?
Solo en tus manos recuperaremos la esperanza y le encontraremos el significado pleno al sendero de Emaús. ¿A dónde fuiste? No te ocultes de nuestra mirada ni te vayas demasiado lejos. Déjame ver al menos el horizonte donde tú al final te encuentras para yo poder seguir tu ruta. Déjame verte y ofrecerte morada, compartir el pan y tal vez quitar la niebla que evita que te reconozca. Tú que eres verdad, integridad, justicia, bondad, valentía, mansedumbre y coraje, déjame hacer de ti mi vida y testimonio. Ábreme los ojos y déjame reposar mi cabeza en tu pecho, sentir tu respiración y llenarme de tu gracia. Toma mis manos Señor, hazme llevadero el camino, no te alejes tanto como para que no puedas escuchar mi clamor. Toma mis manos Señor, evita mi caída, sálvame de la negación, dame certezas y restaura mi esperanza. Toma mis manos Señor y compensa mi cansancio, subsana mi debilidad y transforma en fuerzas mi desgano. Guíame hacia ti y convierte mi Emaús en avance todo mis retrocesos. Sálvame de la tormenta y condúceme Tú en esta larga noche donde solamente a través de ti recupero el sentido. Guíame hacia la luz y dame fuerzas para asumir que “ningún hombre es libre, si los otros no lo son también”. Señor, en esta larga noche, te encomiendo mi espíritu, protege a los míos, bendice a mi país, regrésanos del exilio y concédenos una nueva época donde tus bendiciones caigan abundantes sobre nosotros. No nos castigues con tu silencio. Recorre con nosotros el camino y lidera nuestras luchas.
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