Luis Francisco Cabezas: Mi encuentro con Alirio Díaz

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Hoy no quiero escribir de nuestra agotadora realidad económica, política, social y menos aún del covid-19, hoy me voy a permitir y con la venia de los honorables lectores, escribir una crónica, sin la pretensión ni siquiera de aproximarme a ser un narrador, sino más bien de alguien que en una tarde de esas que deseo vuelvan, se sienta a echar cuentos con un trago en la mano escuchando de fondo a mi paisano Aquiles Machado interpretando “oriente es de otro color”.

Transcurría el año 1999 y quien les narra trabajaba, ya desde hacía 3 años en el Instituto Nacional de Estadística antes OCEI, comencé en la Encuesta de Presupuesto Familiar, luego pasé a la Encuesta Social 1998 y finalmente al Censo de Población y Vivienda 2001.  Recién asumían los nuevos jerarcas del organismo, no faltó la típica incertidumbre que reina cuando se produce un cambio de gobierno, sin embargo, nuestro trabajo era muy técnico y poco permeado por los avatares de la política.

Para aquel entonces, estábamos en la fase inicial del Censo 2001, dicha operación estadística, la componen en este orden tres fases, la actualización cartográfica (rural-urbana), el registro de estructuras y viviendas, y finalmente el empadronamiento.

Estaba por esos días coordinando el trabajo de actualización cartográfica en la parroquia Trinidad Samuel del municipio Torres del estado Lara, este trabajo consistía en tomar la cartografía existente y hacer un trabajo de actualización de vías de acceso, conteo rápido de viviendas, establecimiento de límites e hitos, para la posterior conformación de sectores de empadronamiento.

Este era un trabajo en el que no se usaban sistemas de posicionamiento global –GPS-, sino que era elaboración de mapas a mano alzada y caminando todos esos pueblos y caseríos, hasta los lugares más recónditos, tanto así que descubrí muchos centros poblados que habían desaparecido, todo esto le imprimía al trabajo un plus de aventura, aunque también era muy agotador.

Salimos un día de faena, hacia lo que los caroreños conocen como “la otra banda”, que no es más que todo el territorio que se encuentra del río Morere “pa allá” es decir hacia Altagracia o como una vez me dijo un señor de la zona hasta donde “le dé la pepa el ojo”.

Muy temprano comenzamos a recorrer el territorio que habíamos delimitado para cubrir ese día, solíamos madrugar para evitar las inclemencias del sol caroreño, el cual, en esas vastas extensiones y con poca vegetación, se sentía con más fuerza, bien decía Carota, Ñema y Taja en unas de sus canciones que por esos parajes “los matos se protegen con la sombra de los chivos y cargan su cantimplora”.

En Alemán comenzamos nuestro trabajo, un caserío a la orilla de la carretera que conduce a Altagracia –famoso por los viñedos de Pomar-, allí la gente vive, o bien de la cría de caprinos, o de la alfarería, muy famosos son sus adoquines, es por ello que suelen verse en la parte frontal de las casas, los hornos de barro que se encargan de cocinar lo que las manos moldean.

La noche anterior había llovido montones, de hecho, el río Morere en el puente Bolívar lucía bastante caudaloso, eso era una mala noticia para nosotros, pues supondría que muchos tramos para llegar a los centros poblados más lejanos estarían fangosos, pero seguimos nuestro trabajo. Alemán y los caseríos cercanos resultaron ser lo suficientemente extensos para que nos tomara todo el día.

Decidimos enfilar hacia la localidad de Muñoz, un centro poblado donde nuestro actualizador, oriundo de Carora, tenía unos conocidos y allí podríamos pernoctar para al día siguiente tratar de llegar a Pajaritos, Santa Rosalía y La Candelaria, pequeños centros poblados que era urgente levantar para evitar que los estragos de las lluvias nos impidieran llegar, tenía días lloviendo.

Enfilamos en el CJ7 de mi buen amigo Chaviel hacia el pueblo que nos acogería por esa noche, fue un tramo como de una hora, desde la carretera de asfalto hasta nuestro destino. Tras atravesar una anchísima quebrada, llegamos a un enorme y desolado centro poblado con unas hermosas casas coloniales de grandes ventanales, con techos altísimos, un pueblo configurado en acomodada y muy española cuadrícula, estábamos en Muñoz. Llegamos a la casa que nos acogería por esa noche, aún la recuerdo, enorme, regia y de amplios pasillos con patio interno muy bien conservado, justo frente a la plaza mayor del pueblo, me sentí en otro sitio, no en medio de la estepa de “la otra banda” caroreña.

Nuestro anfitrión un señor de hablar pausado y al que el sol de la zona le había tostado la piel, nos atendió gentilmente y nos preparó unos huevos fritos que hizo en manteca, unas caraotas refritas, arepa asada y nos sentamos a comer y platicar, le preguntaba por las enormes y bien conservadas casas y me decía en tono campechano “esas son de la gente rica, ellos se fueron pero vienen para el día del santo, aquí en esta casa se hacían unos grandes bailes, este pueblo siempre tuvo gente rica”, me dijo ya recogiendo los platos, me hice preguntas, de que vivían en este pueblo en medio de la nada, esos ricos de los que habla.

Nos dispusimos a ir a dormir, los cuartos eran una gran sabana con techos altísimos de caña brava perfectamente hilvanada, sentías que hasta los pensamientos hacían eco, esa noche cayó un aguacero de esos que dan miedo, los rayos iluminaban el cuarto haciendo caprichosas figuras. En algún momento, me asomé por uno de los ventanales y solo logré ver cómo caía el agua a cántaros en la plaza mayor de Muñoz, Chaviel antes de dar las buenas noches, alcanzó a decir mañana no la tendremos fácil, a lo que le respondí en modo jocoso y con acento caroreño “vajacree”.

Nos paramos temprano y nuestro anfitrión ya tenía café recién colado, arepas asadas, caraotas refritas y con tono de orgullo nos dijo, fui a buscar la tapara en casa de mi tía, ese es el mejor suero de cabra que van a poder comer, efectivamente lo era y sobre las caraotas era una delicia. Montamos nuestras valijas y nos despedimos agradeciendo al magnifico anfitrión, quien antes nos advirtió con un dejo de protección paternal, muchachos tengan cuidado, llovió mucho y se pueden quedar pegados en una quebrada, Chaviel nos miró y sonrió como quien sabía lo que nos esperaba.

Nos fuimos a La Candelaria, le pregunté a Chaviel, ¿de allí no es Don Alirio Díaz? – unos de nuestros mejores guitarristas- “sí, de allí es quién quita y anda poray” me respondió, se me hizo ilusión, pero no mucha, dado que tenía entendido que vivía en Italia. Tras andar por toda esa estepa pegándonos en el fango cada metro, Chaviel nos dice “ tenemos que devolvernos”, la lluvia borró la marca de los carros que van a La Candelaria por esta vía, y estamos dando vueltas, ya teníamos como dos horas dando tumbos, nos volvimos a quedar pegados, y de la nada en medio de esa sabana mientras tratábamos de sacar al fiel CJ7, apareció un niño de unos 9 años descalzo, con franelita descolorida, short azul escolar y con las chanclas en las manos,  muchacho le dice con sorpresa Chaviel, ¿de dónde saliste tú?, a lo que contestó con voz alegre “de por allá” señalando el horizonte con la mano, “van pa’ La Candelaria preguntó el niño” y todos contestamos casi que en coro, sí, ¿quieren que yo los lleve?- preguntó- y nuevamente coreamos un sonoro sí, a lo que el niño contestó “pero es pa’ allá” , logramos sacar el carro y nos fuimos con nuestro inesperado guía, nos pegamos dos, quizás tres veces más, pero tras andar un trecho a lo lejos vimos una casa, y un poste de luz, estos últimos siempre nos servían de guía o como hitos de delimitación.

Llegamos al pueblo y paramos en una casa donde vimos a un señor mayor con sombrerito, franela blanca, pantalón caqui arremangado hasta la rodilla, y en chanclas petroleras, me bajé del carro y me fui acercando a él eludiendo charcos, comienzo a mirar como quien busca mejor enfoque, y me pregunto sorprendido- ¿será?- efectivamente, era Don Alirio Díaz en su pueblo de La Candelaria.

Pasamos a su casa, conversamos largo rato, tomamos café, me contó que la noche anterior una centella le había matado dos cabritos, tras largo rato de amena y campechana plática, me pidió un pedazo de papel y lápiz, y me dibujó mientras conversaba, una guitarra, que asemejaba una nota musical y le colocó una dedicatoria, le agradecí el gesto, le expresé mi admiración y me despedí, había que seguir trabajando.

Les cuento que nuestro inesperado guía, así como apareció de la nada, también desapareció, nadie supo darnos razón de él, ni siquiera vimos por dónde bajó del carro. Por cierto, luego averigüé sobre el pueblo de Muñoz, y resultó ser en tiempos de la colonia un importante centro de intercambio comercial y de estancia intermedia de los arrieros, que ponían productos en los puertos de Coro y debían atravesar por esa vía, la sierra falconiana.

Se preguntarán si conservo el obsequio de Don Alirio, hace un tiempo recordé que se lo obsequié a quien era mi novia para aquel entonces, por ello le escribí para preguntarle si lo conservaba, me hizo saber que sí.

Luis Francisco Cabezas G. es Politólogo. Máster en Acción Política, especialista en Programas Sociales. Director general y miembro fundador de Convite A.C – @luisfcocabezas

 

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