Gisela Ortega: El extraordinario Heinrich Schliemann

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Que el hijo de un pastor protestante alemán, cuando tiene siete años, sueñe con encontrar el lugar donde estuvo Troya y descubra el tesoro del rey; que a los 14 entre como aprendiz de dependiente en una tienda de comestibles y se pase cinco años y medio despachando patatas, arenques, aguardiente, etc., amén de fregar el suelo de la tienda; que a los 20 años escasos suba a un barco que de Hamburgo zarpaba para Venezuela, que naufrague a los 15 días de navegación y termine, de momento, por entrar como escribiente en una oficina comercial de Ámsterdam; no deja de ser curioso, pero nada más.

Este escribiente, en menos de cuatro años aprende inglés, francés, español, italiano, portugués y hasta ruso.

Por cierto, como en aquel entonces, 1844 aproximadamente, no era fácil encontrar en Ámsterdam quien hablara ruso, nuestro personaje declamaba a voz en grito el único texto ruso que había encontrado: una mala traducción  de Telémaco y, por dos veces, tuvo que cambiarse de casa debido a las quejas de los vecinos. Todo esto ya empieza a ser un tanto raro.

A los 24 años, Heinrich Schliemann, tal es su nombre, marchó como agente de su empresa a San Petersburgo y, un año después, fundaba una casa comercial por cuenta propia. En 1850 estaba en América del Norte y cuando  California se unió a los Estados Unidos, adquirió la nacionalidad norteamericana. La pasión del oro se apodero de él, como de tantos otros en aquellas tierras y en aquellos tiempos, pero discurrió la mejor y más cómoda forma de conseguirlo: fundó un banco. Pronto fue un gran señor allí. El negocio prosperaba, pese a la inquieta condición de la clientela…Esto y unas fiebres le enviaron de nuevo a San Petersburgo: ciudadano honorario ruso, juez de los tribunales comerciales de San Petersburgo, director del Banco Imperial del Estado.

Su pasión por el oro subsistía. El oro aquel, el tesoro oculto en los campos homéricos con que soñara a los siete años. El recuerdo de Troya le obsesionaba. Después de haber aprendido el sueco y el polaco, aprendió en seis meses el griego moderno y en tres meses logró vencer las dificultades del hexámetro homérico. Parece inverosímil, pero es verdad. También aprendió el árabe y el latín.

Luego de dos tentativas de visitar el país de sus sueños, frustradas por diversas circunstancias, en el año 1868, ya en posesión de «una fortuna que mi ambición más exagerada hubiera podido soñar», como escribe en su diario, decide retirarse del comercio y trasladarse a Grecia. El último día de ese año fecha el prólogo de su libro Ítaca, cuyo subtitulo reza: «Investigaciones arqueológicas de Heinrich Schliemann». Tenía entonces 46 años. Una nueva vida comenzaba para él.

Heinrich Schliemann había leído la Ilíada de Homero y desde su infancia soñaba con encontrar las ruinas de Troya y el tesoro de Príamo. Siguiendo las indicaciones geográficas que del famoso poema se desprenden, Schliemann fue a Ítaca, una de las siete islas jónicas, con el libro de Homero en la mano.

No era arqueólogo, era simplemente el esclavo de un sueño cuya realización daba por conseguida a causa de la buena suerte que le acompañó siempre en todas sus empresas. No ignoraba que los sabios ponían en duda la existencia real de Homero y que la guerra de Troya la consideraban perteneciente al mundo tenebroso de la mitología. Pero a Schliemann le importaba poco. Él había soñado con encontrar los restos de Troya y el tesoro de Príamo. Y, hasta entonces, todos sus sueños se habían logrado.

En abril de 1870 empezaron sus excavaciones. 100 obreros trabajaban para él. Tanto estos como las autoridades locales le consideraban como un loco. Pronto halló armas, utensilios domésticos, vasos y joyas, testimonio irrefutable de que allí había existido una ciudad. ¿Una sola? ¡Nueve encontró, una sobre otra! Schliemann triunfaba una vez más y Homero también.

El mundo entero fijó su mirada en aquel supuesto loco que había hecho remover 25.000 metros cúbicos de tierra. Y el 15 de junio de 1873, el propio Schliemann le fue reservado el hallar personalmente el tesoro de Príamo, que tal vez no fuese el de Príamo, pero sí de riqueza incalculable. Y prosiguió sus excavaciones y descubrió las tumbas de Micenas, llenas de oro y de joyas.

«Todos los museos del mundo, conjuntamente, no poseen ni la quinta parte de lo que aquí tenemos», escribía Scheliemann después. La descripción de lo encontrado ocupa 206 páginas en su diario y casi todo  lo reseñado es oro, oro, oro.

La importancia de tan maravillosos descubrimientos lo refleja la pluma de Emil Ludwig, en el libro que dedicó a referir la existencia y obra del genial autodidacta, Heinrich Schliemann (1822-1890),  a quien la ciudad de Berlín nombró ciudadano de honor al mismo tiempo que a Bismarck y Moltke.

Gisela Ortega es periodista – giselaoo@gmail.com

 

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