Existió un tiempo lejano en que fui caminando hacia el Sur de Sudamérica. Lo hacía al encuentro de Jorge Luís Borges, ya que pretendía saber en qué idioma escribía el ciego de Rivadavia los recónditos pesares de su pueblo.
Un tertuliano de la calle Lavalle en Buenos Aires, viéndome perdido, me sostuvo para calmar el amago de mi ansia:
“En el Sur no hay letras ni palabras, pibe, solamente viento y eternidad”.
No habló de sangre, pero lo intuí.
Esa misma tarde la encontré convertida en punzadas cuajadas en la Plaza de Mayo, frente a “La Casa Rosada”, en donde todos los presidentes argentinos adularon, mintieron y puncionaron con saña a su pueblo.
Allí, a la sombra el añil, el pardo amargo y el gris abatido, un puñado de mujeres rezaba un rosario arrodilladas sobre el césped frente a la llamarada perpetua en honor del General San Martín.
Viendo esa escena, comprendí la razón de que la ciudad fuera, aún en los momentos más aciagos, “eterna como el agua y el aire”.
En un zaguán, una viejecita de ojos hundidos entretejidos de sueños, me entregó una hoja de papel en donde se narraban historias de niños desaparecidos, mujeres lanzadas al Río de la Plata desde helicópteros, y hombres torturados por perros amaestrados que los iban despedazando.
– Tome. Lleve esta hojarasca para no hacer de la amargura y el desgarramiento olvido.
Fue allí cerca, bajando hacia el barrio San Telmo después de dejar esa calle larga como culebra llamada Belgrano, donde en una librería con olor a alcanfor y menta, hallé la pequeña obra “Cuentos para leer sin rimel”.
Sentado en el Parque Lezama devoré las páginas a las que vuelvo siempre cuando vislumbro – me sucedió en Barranquilla, Bogota, Lima, Santo Domingo, Puerto Príncipe, Caracas, La Paz y la Valencia de ahora – la soledad de una madre.
¿Y por qué este ramalazo que si uno lo roza, duele?
Lo manifiesto abatido: otra mujer, ella marroquí, llegada a la ciudad de los naranjales mediterráneos desde su pueblo en el Atlas, buscando a su hijo que había llegado a estas costas en una pantera. Estaba hendida de angustia.
Una enfermera de un albergue de recogida de emigrantes, me la presentó. Al saber que era periodista, y con un español entrecortado aprendido en Tánger en su juventud, dijo con pesadumbre:
“Escriba que estoy rota y me ahoga hasta la respiración”, sollozó.
Por larga experiencia suelo saber que unas letras no son consuelo, pero le prometí, con la sutileza sensitiva de una jaculatoria, que haría lo posible para encontrar a su hijo.
Días más tarde se supo – gracias un policía – que el joven se hallaba en un lugar de recogida de emigrados. No estaba solo. Docenas de muchachos marroquíes llegan envueltos en un sueño único: llegar a Europa.
Aquí creen poder hallar igualmente las hermosas huríes del profeta.