Juan Antonio Sacaluga: Biden el inesperado enterrador de la revolución neoconservadora

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Hace apenas quince meses, cuando el coronavirus era aún una amenaza en ciernes y  las primarias demócratas no habían empezado, pocos predecían que el casi octogenario Joseph Biden se fuera a convertir en el líder mundial probablemente con mayor impacto en Occidente desde Ronald Reagan. Aún no lo es, pero cada día que pasa quiebra un pronóstico o altera la proyección que su carrera política, su temperamento y sus convicciones políticas hacían razonablemente esperar.

Para no incurrir en malentendidos, hay que empezar diciendo que esta “sorpresa” no se deriva de una equivocación colectiva y mucho menos de una conversión personal. Una vez más, la Historia elige personajes secundarios o dirigentes medianos para encarnar giros decisivos. Y en Estados Unidos, esta máxima es más cierta que en cualquier otro lugar.

Si echamos la vista atrás, hay muchos puntos de contacto entre Reagan y Biden, a pesar de sus posiciones políticas aparentemente opuestas. Ninguno de los dos era un líder brillante, deslumbrante, imaginativo o carismático. Los dos pueden considerarse ejemplos de una clase política reconocible. Ambos acreditaban experiencia, aunque desigual: Reagan había sido gobernador de California, el estado más poderoso y poblado de la Unión; Biden, llevaba 30 años ininterrumpidos en el Senado y había cumplido un mandato como Vicepresidente.

El engañoso prestigio de Reagan

Hace ahora cuarenta años que Ronald Reagan se convertía en el 40º presidente de los Estados Unidos. El mundo se encontraba inmerso en el segundo shock petrolero en apenas ocho años. El crecimiento económico se encontraba estancado y agravado por una inflación imparable (estanflacion: combinación de estancamiento e inflación). En pleno trauma por la humillación de los rehenes de Irán, una economía incapaz de salir a flote, el poderío estable aparente del comunismo soviético y el triunfo de partidos y movimientos izquierdistas en el mundo en desarrollo, Estados Unidos parecía más a la defensiva que nunca desde 1945.

Esa era, al menos, la narrativa propagandística de la derecha más combativa. Había que reaccionar pronta y contundentemente. No había espacio para medias tintas. Había que poner fin a las terceras vías, a los modelos de reforma de capitalismo, la socialdemocracia, el Estado del bienestar, el fortalecimiento sindical, la cultura liberal, los movimientos por los derechos civiles y de las minorías, etc. Había que lanzar una “revolución neoconservadora”. Y las circunstancias y los laboratorios de ideas creyeron que la persona para encarnarlo no debía ser una figura cumbre del panorama político, sino un relaciones públicas, un carca simpático.

A sus setenta años, Reagan se convirtió en el presidente de mayor edad de la historia norteamericana. Y seguramente uno de los menos dotados intelectualmente. Actor mediocre y oportunista sin complejos, interpretó el papel que se reservó para él de manera satisfactoria. Reagan bajó los impuestos a los más ricos y a las grandes corporaciones, restringió o eliminó los programas sociales que se habían creado durante la etapa de Johnson (otro político astuto, pero en absoluto tocado por el áurea de líder imprescindible, como Kennedy) y lanzó la carrera armamentística más ambiciosa de la historia, por tierra, mar, aire… y espacio sideral. Este empeño se codificó en dos lemas: “El Estado es el problema, no la solución” y “Hacer grande a América de nuevo”. La economía-vudú reaganiana partía de la supuesta creencia de que, al disponer de más dinero, los ricos invertirían más en la economía y todos se beneficiarían de su esa reforzada prosperidad (el llamado efecto trickledown o goteo). En realidad, la popularidad de Reagan se basó en una gigantesca mentira, como denuncia un reciente documental (1).

El legado de la revolución conservadora es apabullante: incremento exponencial de la desigualdad, unas sociedades escindidas, falta de oportunidades para las inmensas mayorías, precarización y degradación de las condiciones laborales y quiebra del principio del progreso generacional (por primera vez, los hijos no viven mejor que sus padres), etc. En estos años, la riqueza nacional en manos del 1% más rico ha pasado del 22% al 37%. Nueve de cada diez ciudadanos son ahora, de media, trece puntos más pobres que antes de Reagan (2).

Desde finales de los 70, los demócratas han sido seducidos y/u obligados a comulgar con ciertos dogmas para poder financiar sus campañas políticas y aspirar a ser elegidos por una ciudadanía manipulada por medios serviles y/o dependientes.

Haciendo virtud de la necesidad

Ahora, bajo la abrumadora destrucción humana, económica y social de la COVID-19, el presidente norteamericano ha emprendido dos vastas iniciativas públicas convergentes (un plan de estímulo económico, ayudas sociales y beneficios fiscales a las familias y un gigantesco programa de renovación de infraestructuras y promoción de la economía verde y la transición energética), por valor de 4 billones de dólares, lo que equivale al 80% del gasto contemplado en los Presupuestos Generales del Estado Español para 2021.

Para financiar este gigantesco esfuerzo, Biden y la secretaria del Tesoro Yellen plantean aumentar los impuestos a los más ricos y a las grandes corporaciones, revirtiendo así uno de los principales paradigmas de la “revolución neoconservadora”: que la presión fiscal es un gran obstáculo para la prosperidad (3). El plan Biden-Yellen prevé anular los regalos de Trump y elevar el tipo impositivo al 28% para las grandes empresas (siete puntos más; en todo caso aún inferior al 35% que consiguió Obama del Congreso tras el desfondamiento financiero). Además, es la primera vez que un gobierno norteamericano propone gravar a las compañías multinacionales, que han sido las grandes beneficiarias del neoliberalismo.

Biden, un político del establishment, en absoluto crítico de lo que ha ocurrido durante estas cuatro últimas décadas, se convierte en el defensor inesperado de la intervención activa del Estado en la economía de libre mercado, emulando modestamente a Roosevelt (4). Su proclamada cercanía a los sindicatos en poco o nada situaba a Biden en terrenos ideológicos progresistas. De hecho, durante las primarias demócratas se desmarcó expresamente de las propuestas más a la izquierda, formuladas por Bernie Sanders o Elisabeth Warren.

En los últimos tres meses, sin embargo, estamos oyendo a un presidente que adopta programa y lenguaje de esa izquierda demócrata, a la que no pertenece y en la que él no confía. Los centristas o escépticos de su partido callan, sin duda convencidos de que conseguirán templar esas propuestas en los pasillos del Congreso, como hicieron con el plan de salvamento económico y con la reforma sanitaria de Obama. La eliminación de la subida del salario mínimo a 15 $ ha sido un anticipo. Los más progresistas temen que el presidente tenga asumidos esos recortes, pero están dispuestos a defender el triunfo intelectual que supone siquiera la presentación pública de estas políticas, y a dar batalla (5).

Naturalmente, Biden no quiere conducir el país hacia un socialismo democrático (6). Son las circunstancias las que le han obligado a poner su firma a las políticas públicas más ambiciosas en noventa años. La Historia, de nuevo, ha elegido al menos esperado, no al mejor dotado o al más brillante. Pero sí a uno de los más dispuestos a hacer lo que sea necesario para salvar al sistema. Sin complejos ideológicos o doctrinarios.

Notas:

(1) El documental “The Reagans”, de la productora audiovisual SHOWTIME, destapa el ejercicio de propaganda falaz que hizo del 40º Presidente un líder nacional y mundial.

(2) Datos recogidos en el trabajo “The Starving State. Why Capitalism’s salvation depends on Taxation”. JOSEPH STIGLITZ, TODD TUCKER y GABRIEL ZUCMAN. FOREIGN AFFAIRS, Enero-febrero de 2020.

(3) “Joe Biden’s quietly revolutionary first 100 days”. EDWARD LUCE. FINANCIAL TIMES, 18 de marzo.

(4) “Biden is facing a Roosevelt moment”. KATRINA VAN DEN HEUVEL. THE WASHINGTON POST, 30 de marzo.

(5) Stimulus bill as a political weapon? Democrats are counting on it”. JONATHAN MARTIN. THE NEW YORK TIMES, 15 de marzo.

(6) “No, Joe Biden won’t give us Socialdemocracy”. MATT KARP. JACOBIN, 15 de marzo.

 

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