Apenas a sesenta días de llegar a la Casa Blanca, Biden ha empezado a dejar ver su decidida disposición a iniciar una cruzada contra gobiernos autoritarios.
La prioridad de la política exterior de la Casa Blanca está puesta en combatir las potencias autoritarias de China y Rusia. La atención en Latinoamérica se ha limitado a la crisis migratoria.
No hizo falta esperar que se cumplieran los primeros cien días de Joe Biden en la Casa Blanca para percatarse de la hoja de ruta de su política exterior o, por lo menos, poder apreciar con cierta claridad el primer derrotero de la principal potencia en el ajedrez mundial.
El pasado marzo, el presidente estadounidense mostró que su principal carta es afrontar a países con gobiernos autoritarios, poniéndose al frente una cruzada en contra de regímenes que violan los derechos humanos y sin apego alguno al orden democrático. Se trata de países con nombre propio: Rusia y China, gobernados por hombre fuertes, Vladímir Putin y Xi Jinping, respectivamente.
Aunque América Latina no está exenta de esos males —como muestran los casos de Cuba y Venezuela—, no parece formar parte de la urgencia internacional de la Administración demócrata, salvo en el campo migratorio, en donde una vez más se comprueban las dificultades estructurales de Estados Unidos para ejecutar políticas y acciones de acogida, más expuestas en la agenda de derechos del siglo XXI.
«Sí, lo creo»
En una entrevista en televisión, el 16 de marzo pasado, el periodista George Stephanopoulos, de ABC News, le preguntó a Biden: «¿Cree que Vladímir Putin es un asesino?». «Sí, lo creo», fue la respuesta sin rodeos de Biden, luego de asegurar de que el primer mandatario ruso «pagará» por su responsabilidad en la interferencia de Moscú en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, según surge de un informe desclasificado del Consejo Nacional de Inteligencia fechado el pasado 15 de marzo, y que reafirma otra intromisión, la de los comicios de 2016, cuando el republicano Donald Trump le ganó la contienda electoral a la demócrata Hillary Clinton.
La actitud de Biden, que desencadenó la mayor tensión entre ambos países desde la caída del Muro de Berlín, no es solo por un entremetimiento perverso del pasado, sino por la sospecha de que se trata de una táctica política siempre latente. «La influencia extranjera maligna es un desafío duradero que enfrenta nuestro país», dijo la directora de Inteligencia Nacional, Avril Haines, en un comunicado, con el propósito de «exacerbar las divisiones y socavar la confianza en nuestras instituciones democráticas», según consignó la prensa estadounidense.
Aunque Rusia tiene capacidad probada para provocar un enorme daño en el escenario internacional, está muy lejos de ser un competidor de fuste para Estados Unidos como sí lo fue la ex Unión Soviética durante el apogeo de la Guerra Fría. Solo la economía del estado de Texas es más fuerte que toda Rusia, medida por el producto bruto interno (PIB) per cápita.
La China de capitalismo de Estado, de un sistema de «mercado-leninismo» —como la identificó en 1993 el analista estadounidense Nicholas Kristof—, es el gran adversario mundial de Estados Unidos, que el escenario pandémico ha profundizado aún más.
El régimen conducido por Xi es más cerrado que el de Putin y analistas advierten que ha dado un giro más autoritario desde que irrumpió la pandemia, en diciembre de 2019, en Wuhan, la capital de la provincia central de Hubei. Los regímenes autocráticos son siempre un caldo de cultivo para la violación del Estado de derecho y la pérdida de libertades fundamentales, como bien explica el politólogo e historiador Armando Chaguaceda, en un análisis publicado en Diálogo Político.
El desafío estadounidense es enorme, dada la potencia de China: ostenta la economía de más rápido crecimiento en los últimos veinte años y la de más veloz aumento en toda la historia, según surge de un documento del Servicio de Estudios del Congreso estadounidense, de junio de 2019.
Tan cierto como que Estados Unidos es el emisor de la principal moneda de reserva mundial, dominante en las transacciones de bienes y servicios, de las fuerzas armadas más poderosas del mundo y puntero en tecnología e innovaciones digitales, es que China es la segunda mayor economía mundial, a la que ya no se la puede caricaturizar como un país de producción de bienes de bajo costo o sin patente de invención. En el estadio mundial, Pekín juega como un actor dominante en las industrias del acero y el cemento, y es «líder en los campos de la informática, las telecomunicaciones, las redes sociales e incluso la inteligencia artificial», escribió el influente pensador Fareed Zakaria, experto en asuntos internacionales, en su libro Diez lecciones para el mundo de la pospandemia, publicado el mes pasado en lengua española.
La Administración de Biden sabe más que nadie que la batalla contra China no es porque represente una amenaza nuclear, sino por una fenomenal expansión económica, que facilita estrategias de poder blando, y una ventaja competitiva en tecnología de telecomunicaciones 5G, que le ha permitido desplegar sus tentáculos en casi todos los continentes, mediante redes de su propiedad, como analizamos en un artículo anterior, así como en un episodio del podcast Bajo la Lupa, de esta plataforma*, que conduce Franco Delle Donne.
La impronta de Biden ante el autoritarismo chino se observó a poco de llegar a la Casa Blanca, cuando dijo que Xi es un líder «muy duro» al frente de un régimen sin «una pizca de democracia». Llegó a decir que «si no hacemos nada, nos aplastarán», más preocupado por el avance del autoritarismo que en las maniobras de política económica que perjudican el comercio.
La retórica confrontativa fue más tempestuosa todavía en boca del secretario de Estado, Antoni Blinken, al inicio de la primera reunión diplomática de los gobiernos de Biden y Xi en la fría Alaska, el 18 y 19 de marzo pasado.
Las fuertes críticas iniciadas por la delegación estadounidense fueron deliberadamente a la vista de todo el mundo, lo que nos habla de otro cambio en relación con anteriores administraciones. Todo parece ser parte de una estrategia de comunicación política en contra del gobierno comunista.
Blinken aprovechó los micrófonos y las cámaras encendidas al inicio del cónclave para acusar al régimen chino de «amenazar la estabilidad mundial», un punto de vista que luego Biden apoyó desde Washington.
La reacción china no se hizo esperar. «¡Estos modales están muy lejos de la etiqueta diplomática!», protestó Yang Jiechi, jefe de Comisión Central de Asuntos Exteriores de China y principal representante de Xi en la reunión de Alaska, quien culpó a Blinken de hacer una demostración de fuerza para la tribuna. Luego afirmó que Estados Unidos es una potencia débil en materia de derechos humanos y que los problemas de racismo en su propia casa le quitan autoridad para criticar al Gobierno chino.
Blinken y su equipo dejaron constancia de las profundas preocupaciones por el comportamiento de Pekín hacia Hong Kong —que motivó sanciones económicas de Estados Unidos contra 24 funcionarios chinos en vísperas de las conversaciones— y en la región de Xinjiang, donde viven minorías étnicas o religiosas, entre ellos los perseguidos uigures.
Apenas a sesenta días de llegar a la Casa Blanca, Biden ha empezado a dejar ver su decidida disposición a iniciar una cruzada contra gobiernos autoritarios, en un frente común con sus históricos aliados europeos, sumado Canadá, dejados de lado en la corta era de Trump.
El último viernes de marzo, Biden habló por teléfono con el primer ministro británico Boris Johnson sobre la posibilidad de impulsar una iniciativa similar al ambicioso proyecto de la Ruta de la Seda con el que China financia proyectos de infraestructura en más de cien países.
Falta mucho para saber si será posible concretar el sueño de Biden, principalmente por la crisis mundial provocada por la pandemia del coronavirus. Pero lo que sí es seguro es que ya empezó a poner los cimientos de una ruta de la democracia para impedir el avance del autoritarismo, particularmente el del régimen chino de Xi.