“¿Has comprendido, Leiziaga, todo lo que ha pasado aquí? ¿Interpretas ahora este silencio?”. Enrique Bernardo Núñez: Cubagua
Las leyes
Fundación de ciudades, repartimientos, encomiendas: tiempo primero de la región. El conquistador, al interior de sus posesiones es amo y señor absoluto de seres y de cosas. En sus tierras, construye un mundo a su medida. El principio que origina la encomienda tiene un sentido humanitario, así lo especifican al menos las disposiciones de las Leyes de Indias: “Encomiendo ‑dice la letra de cada otorgamiento‑ en vos este cacique, con sus capitanes e capitanejos e indios a él sujetos, con las aguas e tierras e términos que el dicho cacique e indios tienen y poseen, para que los tengáis, por título de encomienda, por libres vasallos de Su Majestad y como tal encomendero podáis llevar dellos las demoras, frutos e aprovechamientos que los dichos indios buenamente vos pudieran dar sin ser a ello apremiados.”
Según la ley la función de la encomienda era servirse “buenamente” del indio; protegerlo e instruirlo en la fe cristiana. Sin embargo, una cosa es la ley y otra, muy diferente, su aplicación real. En la verdad de los hechos, el encomendero es un señor feudal rodeado de siervos, caudillo patrimonialista: eje absoluto de un cosmos que gira en torno a él. Según las describían las Leyes de Indias, las encomiendas no promovían el feudalismo: el disfrute de la encomienda estaba limitado en el tiempo; esto es: los hijos no siempre heredaban los terrenos de la encomienda; además, los indios no eran considerados siervos del encomendero; por el contrario: a éste se le señalaban más deberes que derechos para con aquéllos. Las Leyes de Indias establecían, por ejemplo, que los indios de una encomienda no podían ser removidos del lugar, que debían poseer tierras propias de cultivo, que los niños no podían trabajar en los campos o en las minas; se determinaba, además, que el fin fundamental de la encomienda no era otro que el adoctrinamiento del indígena. Felipe II llega, incluso, a ordenar que cuando en una encomienda no hubiese dinero suficiente “se prefiera la Doctrina aunque el encomendero se quede sin renta”. Sin embargo, el espíritu de las Leyes de Indias, al llegar a tierras americanas, se desvanece; rápidamente se hace entelequia, nominalismo. Los indios fueron los siervos del encomendero; los negros, sus esclavos; la tierra, su tierra. En corto tiempo, los viajeros de indias más afortunados concentran en sus manos la fuerza de su región. En la realidad americana, tempranamente se desdibujaban los irreales trazos con que el legalismo español pretendía nombrarla y dominarla.
Una cosa es lo que desde España digan el Rey y sus leyes y otra, muy distinta, lo que en América hagan los hombres a quienes esas leyes se dirigen. La pérdida de la encomienda era el castigo máximo contra el encomendero desobediente. Todos, en mayor o menor medida, lo fueron. El rey y España quedaban muy lejos. Aquí, en la soledad de estas apartadas regiones estaba la verdadera ley: la de la tierra, la fuerza del hombre de presa. Dos mundos, dos realidades, chocan. De ese enfrentamiento nace un primer sentimiento de rebeldía entre el poblador español, americanizado ya, y un advenedizo ‑y ajeno‑ funcionario que llegaba de la Península enviado por la Corona.
En muchos sentidos, América reproducía a España pero, a la vez se distinguía rápidamente de ella. Había originalidad en las formas americanas. América era mestiza y mestizaje significaba espacio cultural nuevo, originalidad. La novedad de la sociedad venezolana que nace y se forma en el siglo XVI mucho tiene que ver con la multirracialidad. Sociedad heterogénea como pocas dentro del imperio español, fue la nuestra. Los indios no resistieron la vida ni el trabajo que le imponían los encomenderos. La solución de la Corona, febrilmente apoyada por los defensores de los indios, no dejó de ser paradójica, al menos desde un punto de vista estrictamente ético: numerosísimos esclavos negros fueron traídos desde Africa en barcos negreros y en condiciones infrahumanas para que trabajasen las tierras y las minas de la provincia de Venezuela. “El trabajo de un negro vale más que el de cuatro indios”, era un frecuente comentario entre los pobladores del siglo XVI. El negro era buen trabajador, se desempeñaba bien en las plantaciones de cacao y azúcar, en las minas de cobre, de plata, de oro. Rápidamente enraizó en la nueva tierra, la hizo suya de muchas formas. En regiones cada vez más amplias de la provincia: en el centro, en la costa, la presencia del negro se imponía por sobre la cada vez mayor evanescencia del indio. El negro fue, de muchas formas, el sucesor del indígena que se hacía ausente.
A fines del siglo XVI la sociedad de la provincia de Venezuela está definitivamente constituida: un pequeño grupo de hombres, apenas mil viajeros de indias, han poblado y delimitado la región. Sobre ella han impuesto su cultura; su lengua, pedregosa y áspera; su religión. En ella han edificado unos valores y han establecido unas normas de convivencia. Allí han (re)construido su mundo, diferente al dejado atrás. Los apellidos comienzan a multiplicarse: Briceño, Villegas, Ledesma, Avila, Pimentel… Nombres que, inagotablemente, se repiten en los numerosísimos hijos sembrados en vientres de mujeres indias y negras. Venezuela comienza a existir como geografía y, lo que es más importante, como forma cultural. La tierra, pues, habla. Su silencio se rompe para siempre y con expresiva locuacidad comienza a señalar el espacio nuevo del país: su historia.