Hará unos tres años me invitaron a presentar el documental de Las Sinsombrero en un pequeño municipio del norte de Catalunya.
Terminado el acto, nos fuimos a tomar un café con las dos organizadoras. Charlamos de todo un poco. En algún momento de la conversación les expliqué que me encontraba en medio de un proyecto de investigación sobre las mujeres en la guerra. Entonces una de mis dos acompañantes me contó, con tono confesional, que su abuela había sido miliciana, pero que no fue hasta su muerte que la familia tuvo noticias de este pasado, ya que jamás, en vida, la abuela había mencionado ese detalle. Curiosamente sí sabía que su abuelo había sido miliciano, y hasta recordaba alguna comida familiar donde el hombre había contado alguna que otra batallita en el frente. Pero, insistía la mujer, jamás ninguno de los dos mencionó que ella también había ido a la guerra.
Noté que a la nieta le pesaba la ausencia de ese relato. Se sentía orgullosa de su abuela, pero a la vez mostraba cierto resentimiento —me hubiera gustado preguntarle tantas cosas— me dijo con cierta decepción. Le pregunté cómo se habían enterado y me contó qué al vaciar la casa de los abuelos, ya difuntos los dos, encontraron una caja de galletas, esas típicas de metal, y dentro había una foto de la abuela vestida de miliciana con la inscripción en el reverso «Verano del 1936» y un carné de la CNT. Por desgracia, el entusiasmo de la nieta no era compartido por el resto de su familia, y menos por su madre, hija de la difunta, quién de forma tajante cortó de raíz cualquier impulso de saber más sobre el asunto. La familia prefería seguir manteniendo en secreto el pasado de la abuela por miedo al qué dirán.
Le pregunté si quería que yo investigara, pero me dijo que no. Así que me fui y por respeto a mi interlocutora, no retuve el nombre de esa miliciana.
Esta historia por desgracia no es algo excepcional. Sucede bastante a menudo. Muchas mujeres no contaron jamás a sus descendientes su participación en la guerra. Lo ocultaron. La razón: por miedo, por pura supervivencia, por vergüenza. Si, vergüenza, aunque hoy nos pueda parecer inexplicable.
No es algo casual. Es fruto de un largo descrédito histórico sobre la figura de la miliciana, que por sorprendente que parezca no se inicia con la llegada de la dictadura sino que se fragua, sobre todo, a partir de 1937 con la militarización de las milicias.
Mujeres de mala reputación, o de moral frágil, son Ilustración: algunas de las lindezas que las milicianas tuvieron que soportar por parte de algunos sectores de la sociedad durante los años en guerra. Literalmente pasaron de la noche a la mañana de ser consideradas un revulsivo revolucionario a ser señaladas como parte de un problema. A esa situación se le suma la instauración de una dictadura feroz, que centró gran parte de su esfuerzo en destruir cualquier rastro de la mujer moderna, que adquiría su máxima expresión justamente con la figura de la miliciana. Pero tampoco aquellas mujeres que pudieron partir al exilio tuvieron la oportunidad de ser reconocidas en su condición de combatientes. Las nuevas patrias tampoco aceptaban de buen grado la idea de una mujer empuñando un arma.
Con la llegada de la democracia se otorga, por fin, un nuevo color político a la heroicidad. Se inician los pactos liderados por las fuerzas políticas, sociales y culturales, para establecer pautas sobre las que construir una nueva memoria colectiva. Se recupera con orgullo el legado de los “vencidos”. La sociedad se reconoce en los valores de la España antifascista, poco a poco el silencio es sustituido por algunos recuerdos. Pero en esa labor colectiva y monumental de recuperación y de reconstrucción histórica, no se reconoce el avance social de la mujer como parte fundamental y característica de ese modelo patrio en proceso de recuperación y admiración. Las milicianas, las artistas, las políticas, etc. Acaban siendo fruto de una excepcionalidad, sin más referentes ni genealogías que el propio instante de su existencia.
Así que tampoco con la llegada de la democracia las mujeres que habían sido milicianas se pudieron despegar de esa aura de descrédito. Eso explica su silencio. La mayoría jamás hablaron sobre el tema, otras recordaban algo cuando se les preguntaba y otras, pocas, sacaron la fuerza y la valentía para hablar a quiénes quisieron escucharlas. Gracias a ellas, hoy las nuevas generaciones podemos tomar el relevo y seguir luchando por una memoria más justa e igualitaria.
Pero por desgracia, este olvido es generalizado, una prueba de ello es la obra de la premio nobel Svetlana Alexiévich. En su libro La guerra no tiene rostro de mujer (Debate, 2015) recupera el testimonio de varias mujeres que combatieron en el Ejército Rojo durante la Segunda Guerra Mundial. Consciente de que la gran historia nunca ha incorporado como sujetos de análisis histórico al casi millón de mujeres que se alistaron como miembros armados del Ejército, la escritora y periodista inicia un viaje antropológico, realizado entre 1975 y 1985, con el fin de rescatar esas voces femeninas y con ello romper con el relato hegemónico sobre el conflicto.
Lejos de conformar una obra puramente testimonial, la autora tiene la necesidad de compartir con el lector todo aquello que sucede antes y después del inicio de la entrevista. En un gesto de clara literatura documental, la autora bielorrusa entiende que es en esa descripción donde reside el auténtico mensaje que quiere transmitir. Porque es en ese fuera de campo donde se percibe el gran contraste, entre las mujeres que la memoria describe y la mujer que tiene delante, encerrada de nuevo en una domesticidad insoportable. Muchas de ellas es la primera vez que pueden hablar de ese pasado que sienten glorioso. Hasta entonces nadie les había preguntado, a nadie le importaban sus vivencias. El tiempo las había olvidado. “El tiempo también es patria… Pero quiero a esas mujeres como eran antes. No quiero su tiempo, las quiero a ellas” nos dice Alexiévich.
Por todo ello, hace unos años nos propusimos iniciar el proyecto del Museo Virtual de la Mujer Combatiente. Teníamos la necesidad de dar marco teórico a la figura de la miliciana durante la guerra de 1936 y de romper así con los tópicos instaurados, a partir de datos y de una minuciosa investigación.
Por desgracia ya no tenemos la posibilidad de recuperar nuevos testimonios, la gran mayoría de ellas ya han muerto, pero sí contamos con los documentos, que, a pesar de su tonalidad beige, a veces casi traslúcidos, nos ofrecen la oportunidad de recuperarlas a ellas y a su tiempo.