1. La pandemia no ha creado el problema pero lo ha puesto en evidencia. En la mayoría de los países del mundo los gobiernos han mostrado incompetencias para manejar la expansión del Covid-19. Más todavía, después de la más gigantesca campaña de vacunación masiva conocida en la historia, nadie ve una luz dentro del túnel. Palabras que escribo – téngase en cuenta – desde un país llamado Alemania, cuya gobernante, Angela Merkel, recibe loas universales por su inteligencia, sobriedad, valentía y capacidad de dirección. Y aún bajo esas condiciones, las únicas palabras que encuentro para describir la administración pandémica son: desorden, improvisación, e imposibilidad para lograr acuerdos comunes.
La queja casi angustiosa de Merkel relativa a que en los encuentros con los ministros presidentes se toman acuerdos que al día siguiente nadie cumple, no solo evidencia los problemas derivados de la estructura federal del país. También delata que los ministros presidentes parecen ser más leales a sus partidos y a los grupos económicos de cada región que al gobierno nacional. Lo mismo ocurre con y dentro de los partidos donde, en un año electoral, a los políticos les importa más ser elegidos que solucionar temas pandémicos. Es más seductor prometer el fin del lock down, la apertura de los restaurantes, la vida linda en las calles de la primavera, en fin, todo lo imposible bajo condiciones pandémicas.
Como en diversos países europeos, en Alemania se da una conjunción maligna entre egoísmos partidarios, intereses de grandes empresas, inescrupulosidad de una prensa sensacionalista, guerra sucia entre distintas vacunas, y no por último, baja responsabilidad ciudadana. Todas, realidades que aunque no vistas en tiempos no-pandémicos, existían. Un banquete para posiciones extremas, sin duda.
La pandemia muestra, es el tenor general de los extremistas, que los métodos parlamentarios no sirven para gobernar un país en crisis. El clamor por soluciones autoritarias es cada vez más creciente. Hay quienes con envidia miran a la Hungría de Orban, a la Polonia de Kacyinski, a la Turquía de Erdogan, incluso a la Rusia de Putin. La alianza entre los nacional-populistas y el Covid 19 ya es un hecho. Y sin embargo, volvemos a sostener la idea: la pandemia no ha creado esos problemas. Solo los ha puesto de relieve.
Con o sin pandemia vivimos tiempos malos para las democracias. No por casualidad, diversos autores han puesto el tema de la crisis de la democracia liberal en el centro de sus discursos. Incluso ya han aparecido libros. Uno de los más recientes, escrito por Jason Brennan (pofesor en la Georgetown University) se titula nada menos “Contra la Democracia”. Un título hasta hace poco inaceptable que hoy logra convertir un conjunto de argumentos banales en un gran éxito editorial. Signo fenomenológico de que asistimos a un innegable malestar en la democracia.
2. Según las provocaciones de Brennan, la deliberación, en lugar de avivar la política, la embrutece. En ese punto no hace sino repetir tiradas antiparlamentarias, otrora postuladas con elegancia por Donoso- Cortés y Carl Schmitt. La política y la politización, aduce, lejos de empoderarnos, nos des-poderan, alejandonos de las esferas del poder. La solución salta a la vista: la democracia debe ser sustituida. En su rebuscada terminología, por una epistocracia. Vale decir, un gobierno elegido “por los que saben”.
No todos los ciudadanos deben ser electores, solo los que tienen preparación profesional, aduce Brennan. Más allá de que con esa recomendación Brennan corre el riesgo de negarse a sí mismo como elector, nos encontramos frente a un ataque a uno de los pilares de la democracia moderna: el sufragio universal. En fin, un libro que solo puede ser exitoso dentro del clima odioso creado en Estados Unidos por Trump y el trumpismo.
Sin embargo – y esto intranquiliza – Brennan tiene en un punto razón. Efectivamente, no todos los electores son democráticos. Y en determinados momentos los anti-democráticos pueden ser más numerosos que los democráticos. Quiere decir: toda democracia implica el riesgo de sucumbir en las manos de sus electores. De ahí que para proteger a la democracia de sus electores, hay que negar el derecho a voto a los menos competentes, aunque estos sean mayoría. En palabras simples: para defender a la democracia, habría que suprimir a la democracia. Una distopía que sin duda legitimaría las tesis pro-autocráticas del teórico de cabecera de Putin, Alexandr Dugin.
El riesgo de perder la democracia mediante la vía electoral, existe. En el siglo XX Mussolini y Hitler transitaron la vía electoral. Lo mismo se puede decir de las autocracias del siglo XXl. A diferencias de dictaduras militares del pasado reciente, las autocracias modernas se sirven de las elecciones para asaltar el poder. Putin, Erdogan, Orban, Lucazenzko, Maduro, Ortega, y tantos más, son autócratas electorales, incluso electoralistas. Pero a la vez – es lo que calla Brennan – para derrotar a esas autocracias, la única alternativa ha sido arrebatar su predominio numérico convirtiendo a las elecciones en una plataforma de luchas democráticas. Así ocurrió en la Polonia de los comunistas, en la Sudáfrica de los racistas, en el Chile de los pinochetistas.
Las autocracias pueden ser desactivadas con sus propias armas. En Bolivia, una oposición unida desenmascaró el fraude de Evo Morales y luego al presentarse desunida perdió las elecciones. En Ecuador, el autocratismo de Correa no fue derrotado por el conservador opusdeísta Gillermo Lasso, sino por el presidente centrista Lenin Moreno. Y en Venezuela, la oposición habría terminado hace tiempo con Maduro si hubiera continuado la vía que llevó a conquistar la AN en 2015 en lugar de sucumbir ante las tentaciones golpistas de la dupla antipolítica López/Guaidó y los oportunistas que los secundan.
Las elecciones pueden llevar a los autócratas al poder, es verdad, pero también pueden sacarlos de ahí. Sobre lo último Brennan no dice una sola palabra. La tenaz resistencia de las oposiciones democráticas de Rusia, Bielorrusia, Turquía, no existen para el anti-democrático politólogo. Su libro es, efectivamente, un panfleto en contra de la soberanía popular.
3. Lejos de las intenciones antidemocráticas de un Brennan, el politólogo Steven Levitsky, autor del libro “Cómo mueren las democracias” (en co-autoría con Daniel Ziblatt) también constata que las democracias, sobre todo las latinoamericanas, pueden ser perdidas a través de elecciones que consagran a populistas y demagogogos en el poder. “En América Latina son gobiernos elegidos con los mecanismos de la democracia los que a veces tumban a la democracia”, afirmó en una reciente entrevista concedida a la BBC. Por cierto, constata que en América Latina hay más democracias que en periodos precedentes, pero a la vez, estas se ven cada vez más amenazadas por el avance de candidatos y movimientos antidemocráticos.
De acuerdo a un criterio estrictamente politológico, Levitsky cree encontrar una explicación en la debilidad de los estados latinoamericanos. Afirmación que abre una pregunta. ¿En dónde reside la debilidad y fortaleza de los estados? La respuesta parece encontrarla el autor en su funcionalidad. Así afirma: “Para mí el problema principal en casi todas las democracias de la región (Chile, Uruguay y Costa Rica son excepciones) es que son estados débiles que no funcionan bien”. Y agrega: “Es muy difícil cobrar impuestos, implementar políticas sociales, controlar la corrupción, mantener la seguridad pública y la gente se harta”.
El hartazgo de “la gente” sería según Levitsky el detonante que eleva al poder a demagogos cuya tarea principal es demoler a las débiles democracias de la región. Peo lamentablemente Levitsky no va más allá de sus descripciones politológicas. Un sociólogo podría afirmar por ejemplo, que los estados son débiles cuando las sociedades son débiles, entendiendo por debilidad de una sociedad la incapacidad de sus miembros para organizar e institucionalizar intereses, pasiones e ideales.
Sin asociaciones empresariales, sin sindicatos de trabajadores, sin organizaciones comunales y vecinales reconocidas y ligadas a las instituciones políticas y gubernamentales, todo estado está destinado a hundirse en el pantano de la disgregación social. En ese sentido, el problema de la debilidad de los estados sería el resultado de la precaria conformación de las sociedades nacionales sobre las cuales reposan. A una sociedad anómica debe corresponder una organización política anómica. Vistos desde esa perspectiva, los movimientos populistas serían la expresión lógica de sociedades desarticuladas conocidas como sociedades de masas (en el hecho sociedades sin asociaciones) en contraposición a las sociedades de clase (Hannah Arendt).
Ahora bien, la masificación social siempre ha sido un remanente de la sociedad estructurada. El problema es cuando la masificación, y con ello, la política de masas, se convierte en hegemónica. Bajo esa condición el pueblo deja de ser pueblo político para transformarse en simple pueblo demográfico.
Siguiendo el hilo de Levitsky, deberíamos distinguir entre estados estructuralmente débiles y estados políticamente debilitados. No es lo mismo. Los estados débiles son productos históricos cuyas raíces se remontan a tiempos remotos. Los estados debilitados en cambio, son productos de transformaciones sociales y políticas ocurridas en tiempos determinados. Nadie, por ejemplo, podría decir que en los EE UU había un estado débil antes de Trump. El estado, sin embargo, fue debilitado, tanto por el movimientro trumpista como por el gobierno de Trump. Con el advenimiento trumpista, la tesis de que el populismo es expresión política de naciones atrasadas, se vino al suelo. Desde Trump sabemos que no existe ninguna nación inmune a la amenaza nacional populista.
4. La regresividad de la democracia liberal hacia estadios no democráticos acecha en todos los países occidentales. En la política no existen vacunas anti-populistas. Y la paradoja es que – detalle que de modo rudimentario captó Brennan – la democracia puede ser destruida no solo por vías electorales, como afirma Levitsky, sino por la expansión ilimitada de la misma democracia. Esa es la tesis central presentada por Yascha Mounk, profesor de la Universidad John Hopkins, en su famoso libro “El pueblo en contra de la democracia”.
Mounk entiende al trumpismo, así como a otras expresiones nacional populistas de nuestra era, como un movimiento radicalmente democrático. No toda democracia es liberal, ni todo liberalismo es democrático es su bien construida premisa. Podríamos decir también, cuando la democracia es tan democrática que en su expansión llega al punto de arrasar con las instituciones republicanas, queda abierto el camino hacia el fin de la democracia. Así como los ciudadanos lo son en tanto se someten a determinados límites, las democracias solo pueden existir en el marco de limitaciones institucionales que de por sí no son democráticas.
La democracia significa en sentido literal, el gobierno del pueblo, pero el pueblo nunca podrá gobernar por sí solo. Solo puede hacerlo por delegación. Y ese sujeto, el de la delegación, pueden ser ciudadanos organizados en instituciones, pero también mesías redentores que llevan a la política más allá de todas las instituciones hasta llegar a unificar a sus propias personas con el estado.
5. Finalmente, no puedo callar la impresión de que todos los autores aquí mencionados parten de un malentendido. Y es el siguiente: La democracia es para ellos un orden de cosas más o menos establecido. Ninguno ha enfatizado que la democracia no es una cosa en sí, mucho menos un ideal al que los pueblos deben alcanzar, y en ningún caso, un orden político plenamente definible para todo tiempo y lugar.
La democracia, dicho de modo figurativo, es un edificio con diferentes departamentos. Muchos la definen como una forma de gobierno. Otros, como un tipo de estado. También como una relación entre sociedad civil y estado. Para algunos es el lugar del ejercicio ciudadano. Hay quienes sostienen que no puede haber democracia sin igualdad social. Para otros la igualdad debe limitarse a la igualdad de oportunidades. Y así sucesivamente. Lo cierto es que más allá de esas definiciones, o mejor dicho, precisamente porque hay tantas definiciones, nunca podrá haber una democracia perfecta.
Me atrevería a agregar que precisamente son las imperfecciones de toda democracia las razones que la hacen posible. Pues no puede haber democracia sin luchas democráticas y las luchas democráticas aparecen cuando las imperfecciones de la democracia son visibles y modificables. El día en que termine la lucha por la democracia, se acabará la democracia.
De alguna manera estamos asistiendo solo al final de una fase en el permanente proceso que lleva al discurso democrático. Las transformaciones que han tenido lugar en la era digital han modificado radicalmente el cuadro social que prevalecía en la era industrial. Han aparecido múltiples sectores sociales y culturales que ya no caben en el formato de la triada que dio estabilidad a las naciones occidentales. Me refiero a la conjunción de las tres vertientes políticas de la modernidad: la conservadora, la liberal y la socialista. Tales vertientes no han desaparecido ni desaparecerán en un plazo inmediato. Pero ya no bastan para representar a la totalidad de las demandas sociales y culturales de cada nación. No hay por lo mismo casi ninguna nación democrática que no padezca de vacíos de representación política.
Esos vacíos intentan ser ocupados con partidos-siglas, o con partidos-cometas que desaparecen y aparecen de una elección a otra. En diversos lugares emergerán formaciones políticas sustitutivas, como parece ser el caso de los verdes alemanes y franceses. En otras naciones tendrán lugar transiciones que llevarán hacia nuevas formas de asociación. Y habrá algunas, lo estamos viendo, donde sus actores serán arrastrados por olas anti-democráticas. El malestar en la democracia, como todo malestar puede llevar a su agravamiento como también a su superación. ¿Cómo será la democracia predominante del futuro? Imposible decirlo.
El futuro es una novela que no puede ser escrita por nadie.