Una queja de Zeus en la odisea pone de manifiesto la exclusiva responsabilidad humana en muchos males: “¡Ay, ¡Cómo culpan los mortales a los Dioses!, pues de nosotros, dicen, proceden los males. Pero ellos también por su estupidez, (les suena familiar) soportan dolores más allá de lo que les corresponde”. Estas palabras de Homero anticiparon siempre a la historia, pues son los hombres quienes han inventado los potros de tortura, la esclavitud, los látigos, innúmero de armas ahora químicas y biológicas, el bioterrorismo, novedosos sistemas digitales para el control social.
Acotación necesaria…
La responsabilidad humana en el sufrimiento es abrumad… No solo la naturaleza se arma contra el hombre y lo devasta; también él se arma contra él convirtiéndose en carne de cañón, carne de la carnicería en Auschwitz, como de feto abortivo, carne quemada en Hiroshima, desmembrada en Ruanda, carme que muere en la represión homicida guerrillas, y guerra carne aplastada en las históricas sistemáticas persecuciones de los imperios totalitarios. Hobbes se quedó corto: por desgracia, hombre ha demostrado cuando se lo propone, puede ser peor.
El dolor humano…
Desde la antigüedad, la extensión y la intensidad del dolor humano han hecho intuir junto a un Dios bueno, la existencia de un principio maligno con poderes sobrehumanos.
Pero, si el Dios bueno es todopoderoso. El aparece a los ojos de muchos como el último responsable del triunfo para ellos del dolor, al menos por no impedirlo por eso, sumergida con frecuencia en el horror, la historia de la humanidad se convierte a veces en el juicio a Dios, en una acusación por parte del hombre. Hay épocas en que la opinión publica sienta a Dios en el banquillo, ya sucedió en el siglo de Voltaire, y ha sucedido a lo largo de todo el siglo XX y en estas dos décadas transcurridas con la suma de la pandemia del Covic-19.
Recordar a Zeus:
“Es oportuno recordar la ardorosa protesta de Zeus, pues no parece razonable señalar a Dios como responsable de nuestros crímenes, aunque a veces nos gustaría atrevernos a preguntarle por qué ha proporcionado a los hombres la excesiva libertad de torturar a sus semejantes. Nos gustaría a muchos igual preguntar, como Shakespeare, ¿Por qué el alma humana, que lleva tanta belleza, tanta bondad, tanta savia de nobleza puede ser el nido de los instintos más deshumanizados?
Elie wiesel nacido en Rumania en 1928 y fue yevado a Auschwitz cuando tenía 12 años, el breve y tristísimo relato de su relato de su experiencia en los campos de exterminios intitulado “La noche, lo abre precisamente con la noche de su yegada a Auschwitz: “No lejos de nosotros, de un foso salían llamas gigantescas. Estaban quemando algo. Un camión se acercó al foso y descargo su carga: ¡eran niños! Si lo vi con mis propios ojos. No podía creerlo. Tenía que ser una pesadilla. ¿Me mordí los labios para comprobar? que estaba vivo y despierto ¿Cómo era posible que se quemara hombres, a niños y que el mundo callara? Jamás olvidare esa primera noche en el campo que hizo de mi vida una larga noche bajo siete vueltas de llave. Jamás olvidare esa humarera y la cara de los niños que vi convertirse en humo. Jamás olvidare esos instantes que asesinaron a mi Dios y a mi alma, y dieron a mis sueños el rostro del desierto. Jamás olvidare ese silencio nocturno que me quito para siempre las ganas de vivir.
La trayectoria de Elie Wiesel recuerda siempre la de Jean-Marie Lustinger. En cierto sentido parecen vidas paralelas. Ambos tenían la misma edad, europeos de raza judía conocieron en su adolescencia la barbarie nazi, salvaron sus vidas, estudiaron en la Sorbona y entraron al siglo XXI con un prestigio reconocido en todo el mundo. Pero el paralelismo termina en un punto muy concreto: su relación con Dios. Porque Wiesel era un niño que practicaba con piedad su religión judía, mientras Lustinger se consideraba agnóstico desde su juventud temprana. Después, la experiencia traumática común les yeva a un giro religioso completo, pero de signo contrario.
Wiesel confiesa que la sinrazón nazi derrumbo y aplastó su fe en Dios. Lustinger yegó a una conclusión muy diferente: el abismo del mal es tan profundo que no tiene explicación humana. Solo una fuerza sobrenatural diabólica puede engendrarlo, y solo la vida y las palabras de Jesucristo puede ayudarnos a superarlo. Así descubrió su vocación al sacerdocio el futuro arzobispo de parís
“La inmortalidad solo abre media hoja de su puerta estrecha y deslumbrante”.
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