Un grupo de amigas habíamos hecho un viaje en el avión de una de ellas, a Chicago —tres días— y luego Nueva York una semana. Salimos de Caracas el 4 de abril de 2002. El objetivo estrictamente cultural: visitar museos.
Los vientos de Chicago, aún comenzando abril, eran implacables y me causaron una de las peores gripes que he tenido. Así llegué a Nueva York, guapeando para no perder ni por un segundo las maravillas de una de mis ciudades predilectas.
El 11 teníamos entradas para ver en Broadway el musical del grupo ABA. Estando allí una llamada de mi hija: heridos y muertos en la marcha que iba a Miraflores. Una de las heridas, en la cara, una amiga nuestra. No pudimos seguir disfrutando del espectáculo.
Fuimos a cenar a un restaurante italiano, rostros sombríos. Alrededor de las 11:00 p.m. la llamada del esposo de una de las compañeras de viaje: «¡Cayó Chávez!».
Champaña para celebrar, jolgorio que los demás comensales allí presentes no podían entender. Solo dos camareros colombianos nos secundaban en la celebración.
El día 12 , el último en NYC, mi malestar era tan agudo (ya no era gripe sino influenza) que decidí quedarme reposando en el hotel. Vi la entrevista a Carlos Andrés por un canal de la TV local. Vi el extraño juramento de Carmona. No entendí nada de aquel hombre al que yo solía admirar —cuando era líder empresarial— representando esa extraña ceremonia en solitario.
Decidí encender la radio para oír algo de música y tratar de recuperar el sueño de la noche anterior. Entonces, se coló la voz de un venezolano que le decía tres obscenidades de cada cuatro palabras al entrevistador cubano que a duras penas podía traducir a un inglés cojitranco. No voy a repetir aquella perorata arrabalera. Solo que el sujeto anunció que esa «coño’e madradada» no se quedaba así y que las fuerzas leales ya se estaban organizando para el regreso de Chávez. Por supuesto que no le creí, esbocé una sonrisa burlona y apagué la radio. Esa noche, en la cena, les conté a las compañeras de viaje el disparate del obsceno.
Al día siguiente, 13 de abril, retorno a Caracas. El aeropuerto de La Carlota, de donde habíamos partido 12 días antes, cerrado para vuelos privados. Fuimos al Aeropuerto Caracas, en Charallave. Allí nos esperaban algunos familiares angustiados con las noticias sobre el embrollo que ocurría. Un guardia nacional comenzó a revisar nuestros equipajes y le oí decirle a un compañero: «Se están restituyendo las instituciones». Llegué a mi casa. Llamadas histéricas de mi familia como si yo, que apenas aterrizaba en Venezuela, pudiese saber algo de lo que ocurría.
A las 9:00 p.m. logré comunicarme por celular con Marta Colomina. Me dijo: «Todo perdido, estoy escondida».
Tomé doble dosis de Valium y me acosté a dormir. A las 7:00 a.m. del 14-4 una de mis hermanas me increpó por teléfono: «¿Cómo puedes dormir con lo que está pasando?» ¡Si pudiera resolverlo estaría despierta, pero tengo fiebre, me siento mal y voy a seguir durmiendo!
Esa noche mi marido decidió no despegarse del televisor para ver el regreso de Chávez. Yo seguí durmiendo. No existe para mí una mejor evasión que dormir —sobre todo en situaciones angustiosas— y siempre me funciona.
Pero algo tenía que escribir sobre aquel batiburrillo de tres o cuatro presidentes en menos de 24 horas. Para un artículo —»Interruptus»— que publicó El Nacional, recordé un chiste de cuando nuestra sólida democracia nos permitía burlarnos de países con gobiernos inestables, como Bolivia. Una famosa soprano había arribado para protagonizar La Traviata en el Teatro de la Ópera de La Paz. Al finalizar el primer acto llegó un edecán al camerino y le dijo que el presidente de la nación estaba en su palco muy emocionado y quería saludarla. La cantante se dirigió al sitio, fue halagada por el mandatario y regresó para el segundo acto. Al concluir llegó otro edecán con la misma petición. ¡Pero si acabo de estar ahí! ¡Si señora pero este es otro presidente!
Me he preguntado muchas veces si me salvé por los pelos de haber ido a Miraflores para la firma del decreto de Carmona. Pero, enseguida me respondí que nunca habría ido porque jamás me gustaron esas comparsas.
Todo lo demás: puente Llaguno, que duele hasta ahora no solo por quienes fueron vilmente asesinados sino por los policías metropolitanos aún presos cuando su misión fue salvaguardar a los manifestantes; la impunidad para los asesinos, el castigo infame para los inocentes. Y el comienzo de la era más oscura del chavismo: la de la venganza, el crimen sin castigo, la impiedad, la destrucción. Es decir, la verdadera cara de Hugo Chávez, ya sin disimulo, que Nicolás Maduro heredó y perfeccionó.
Paulina Gamus es Abogada, parlamentaria de la democracia – @Paugamus