¿De qué manera se puede equipar a un niño? Quiero decir: darle armas. Un progenitor suele entregar herramientas para que el niño aborde la relación con sus pares —”hay que compartir, no hay que pelear”—, pero en lo que se refiere a los adultos la indicación es la obediencia: hay que hacer caso a los mayores. Es una indicación necesaria pero peligrosa: son los adultos quienes violan y abusan de los niños. Los métodos de un predador infantil incluyen la manipulación extorsiva de la culpa —el niño se siente culpable de provocar lo indebido— y de la amenaza: si el niño cuenta lo que sucede, será el fin de su familia. Según la Fundación ANAR, entre 2008 y 2020 los abusos sexuales a menores se incrementaron un 300% en España, y es el mismo entorno el que entorpece la ayuda: un 37,8% niega los hechos, un 31% justifica o encubre a quien agrede, un 23,9% no hace absolutamente nada, y un 7% le echa la culpa al menor. Claro que no puede inocularse en un niño la premisa paranoica de que todos los adultos son potencialmente dañinos, ni mostrarle explícitamente una violación a modo de advertencia. No sé cuál es la salida, pero los adultos no estamos resultando de gran ayuda: según los números, somos siniestros, negligentes o inútiles. Mientras tengamos un comportamiento cómplice, por omisión o por descuido, y veamos a los niños como víctimas puras —completamente indefensas—, seremos incapaces de ofrecerles una app que puedan descargar en su sistema y les sirva para algo. En el mes de marzo Historieteca Editorial publicó en la Argentina —pronto lo harán Astiberri, en España; iLatina, en Francia, y Comicout, en Italia— la novela gráfica que resultó ganadora de uno de los premios del último concurso de Letras del Fondo Nacional de las Artes en ese país. Se titula El golpe de la cucaracha y su autora es Gato Fernández, una porteña de 33 años. El padre de Fernández abusó de ella cuando era niña y el libro cuenta esa historia. Lo que hace que sea un artefacto narrativo de porte —el dibujo, claro y expresivo, fluye con un guion en el que se insertan silencios ajustados que subrayan tanto la candidez como la inermidad ante lo siniestro— es que Fernández se mete en problemas (los problemas de un narrador, no los de una víctima), y ataca el asunto en toda su complejidad. La protagonista vive con su abuela (una mujer compleja que le dice que su madre es: “Una negra de mierda, no la tenés que querer”); con su madre, que es psicóloga; con su padre, a quien llama Alberto; y un hermano. Su infancia en parte es linda (hace amiga nueva en el jardín, lee historietas, juega con su hermano), y en parte es una ciénaga: el abuso, narrado con delicada brutalidad, comienza muy pronto. Su madre le compra historietas y le descubre músicas nuevas pero también se enreda en peleas de violencia extraordinaria con su marido, no ve rareza en los comportamientos de su hija (que se esconde debajo de la mesa o se queda petrificada cuando una compañera la abraza en el kinder), y asegura que en su casa “no pasa absolutamente nada” cuando la madre de una amiguita le advierte que debe hacer algo de manera urgente a raíz de un diálogo alarmante que acaba de escuchar entre las nenas. El día en que la protagonista acude a su primera sesión con una psicóloga, le dice que su padre es “baboso, cargoso”, que le da asco, y la profesional, morbosamente, le pregunta: “¿Y qué te pasa cuando se te tira encima y te babosea toda?”. La nena enmudece y no quiere volver más, lo que tampoco llama la atención de los adultos. Fernández escapó —usa esa palabra— de la casa de su madre a los 20. Importa mensurar el lapso de tiempo que tomó esa huida desde que comenzaron los abusos: 16 años. Dibujar esta novela le costó tres años de ataques de pánico, depresión y un lavado de estómago. Discípula de dioses de la historieta —Horacio Lalia y Carlos Trillo—, desde que comenzó a publicar no ha hecho otra cosa. Eso habla de alguien fuerte, que vive su vocación. Nadie que la escuche (se conduce con humor e inteligencia) diría que es víctima de alguna cosa. En 2020 la convocatoria al premio del Fondo Nacional de las Artes se circunscribió por primera vez a obras de ciencia ficción, fantástico y terror, lo que generó una enorme polémica: muchos consideraron inadecuado dejar por fuera al realismo en este momento de pandemia. Pero esto es terror, y es muy real. A muchos ni se les (nos) había ocurrido.