Christophe Guilluy: Macron, el elitismo y la gente corriente

Compartir

 

¿Ha comprendido Emmanuel Macron que el movimiento de los chalecos amarillos no era más que el preludio? ¿Se ha dado cuenta de que la protesta popular no se ha interrumpido? ¿De que no deja de mutar, transformarse, evolucionar, tanto en Francia como en los demás países occidentales, a medida que se vuelve más frágil la clase media? ¿Es consciente de la importancia que tiene la fractura cultural entre las clases populares y las clases dirigentes? ¿La eliminación de la ENA es señal de una epifanía o, por el contrario, la confirmación de que, después de cuatro años de ejercer el poder, parece haberse consumado el divorcio de Júpiter y la gente corriente?

Mientras Francia sobrepasa la barrera simbólica de los 100.000 muertos por covid, dos años después de la revuelta de los chalecos amarillos, el poder se enfrenta a una crisis económica, social y cultural sin precedentes. La economía está hundida y ya no es una minoría de excluidos la que sufre por el modelo neoliberal, sino la mayoría de la población. Ante estas realidades, los franceses esperan una solución política que esté a la altura.

Ahora bien, la respuesta de Emmanuel Macron ante esta crisis de civilización consiste en una medida ridícula: la supresión de la Escuela Nacional de la Administración (ENA). Una vez más, prefiere el espectáculo a la política. Si los franceses tienen un problema con sus élites, quememos el símbolo del elitismo. Con la vista puesta en los sondeos, especialmente en la intención de voto en favor de Marine Le Pen, que alcanza un nivel inigualado (48%), el presidente de la República se remite a la comunicación. Es decir, Júpiter, al frente de una agencia de publicidad, revela su impotencia y su incapacidad para comprender a la sociedad.

En esta operación, todo suena a falso. Para empezar, el momento escogido: como en cualquier campaña publicitaria digna de respeto, la eliminación de la ENA se anunció por sorpresa. En segundo lugar, el envoltorio. La ENA va a ser sustituida por el Instituto de Servicios Públicos, un nombre sin contenido en el que resulta simbólica la desaparición de la palabra “nacional”. Esta nueva estructura, propia de los tiempos que corren, será fiel al pliego de condiciones que figura en las producciones de Netflix, es decir, será más inclusiva y más abierta a la diversidad. El énfasis en la comunicación da la sensación de actividad y permite que durante un tiempo se deje de prestar atención a los fracasos del Gobierno pero, sobre todo, revela hasta qué punto está desconectado Emmanuel Macron y, aún peor, que se equivoca de objetivo.

Al suprimir el tótem del elitismo francés, el poder está atacando también un símbolo del Estado y la República. El Elíseo parece haber olvidado que la carta fundacional de la escuela no solo lleva la firma del general De Gaulle, sino también del secretario general del partido Comunista Francés, Maurice Thorez. La ENA, fruto de un consenso político, pretendía seleccionar a sus miembros independientemente del origen social. Esa es la paradoja: si bien es cierto que la ENA ha dejado de cumplir su propósito inicial, se creó como símbolo de la meritocracia republicana.

Pero lo más preocupante es otro aspecto, el hecho de que esta medida no aborda el obstáculo que bloquea la sociedad francesa: el proceso de selección de las élites.

La reproducción social es, ante todo, consecuencia del abandono del bien común y el conformismo de las clases dirigentes. Por consiguiente, el motivo de la endogamia no es la ENA, sino la adhesión a un modelo neoliberal que agudiza las desigualdades. Aunque el principio de igualdad figura en las fachadas de todos los centros educativos, la realidad es que estamos en un país en el que la movilidad social ha dejado de existir. En Francia hacen falta seis generaciones para que los descendientes de una familia pobre lleguen a ser clase media, uno de los peores resultados entre los países de la OCDE.

Pero hay cosas aún más preocupantes. Esta decisión pone de manifiesto un profundo desconocimiento de la gente corriente. Concebida como una campaña para hacer olvidar la imagen de un Macron “presidente de los ricos”, revela la importancia de la fractura cultural entre el pueblo y sus representantes.

El Elíseo ha presentado la disolución de la ENA como una respuesta al movimiento de los chalecos amarillos. Dos años después del mayor movimiento social que ha conocido el país desde 1968, no parece que Emmanuel Macron haya entendido todavía los motivos de fondo de esta revuelta ni a los franceses que lo originaron.

La desaparición de la ENA no ha sido nunca una petición fundamental de las clases medias y populares que saltaron a las calles en noviembre de 2018. La movilización, que comenzó por la bajada del poder adquisitivo, era ante todo un movimiento de reconocimiento cultural. Reaccionar a esta protesta con la eliminación de un símbolo del elitismo equivale a reducir una revuelta existencial a las pasiones tristes de unos “deplorables” que rechazan a las élites por principio. Esta imagen de un pueblo que se opone a la meritocracia, el elitismo y la inteligencia oculta un profundo desprecio de clase. Se elimina la ENA igual que se daba pan y circo a la plebe.

Sin embargo, en contra de lo que piensa Macron, las clases populares son muy sensibles al nivel cultural de las élites y siempre se han sentido atraídas por los personajes políticos que dominan la lengua, no por los publicistas que manipulan la nueva jerga. El lenguaje cuidado fue lo que hizo que los dirigentes comunistas, de Maurice Thorez a Georges Marchais, pasando por Jacques Duclos, captaran la atención de los obreros. Los asesores de comunicación del Elíseo se equivocan cuando explican el grado de desconfianza de los medios populares con la famosa expresión “todos corruptos”. Este análisis equipara a la gente corriente con una masa embrutecida y permite apartar la vista de la mediocracia de los de arriba. Impide ver la correlación entre el hundimiento intelectual de las clases dirigentes y la aversión que inspiran.

Es frecuente hablar de antielitismo como ejemplo de la cerrazón cultural de la gente de a pie. La tesis es que, al rechazar los intelectuales y, por tanto, la inteligencia, la gente corriente demuestra no ser capaz de evolucionar. Esta explicación es muy cómoda para la clase dominante y la estructura tecnológica, que así se libera de cualquier responsabilidad. Pero lo que rechazan las clases populares no es el principio ni la existencia de una élite, sino a una clase dirigente que no brilla ni por su inteligencia ni por su nivel cultural. Lo que llaman antielitismo no es en realidad sino la crítica a una clase dirigente mediocre que demuestra a diario su incompetencia. Ese pequeño mundo superior cuyo horizonte se limita al mercado, que no siente ya ningún interés por el bien común y cuya moral se limita a un progresismo de cartón-piedra ¿puede seguir sirviendo de modelo? Sensatamente, las personas de a pie dicen que no.

Pero eso no significa que rechacen lo bueno ni que sean incapaces de reconocerlo e inspirarse en ello. Lo que critican es la pequeña tecnoestructura oligárquica que se considera a sí misma élite. Hay que recordar que las clases populares nunca se han opuesto a la excelencia, sino todo lo contrario. No hace tanto tiempo que la izquierda —especialmente el Partido Comunista— intentaba utilizar la educación popular para crear élites a partir de orígenes modestos. La cultura, la educación y una cierta trascendencia han acompañado siempre a la sociedad popular. Lo que le preocupa no es la existencia de las élites, sino para qué sirven hoy en día. En lugar de responsabilizar a la ENA, Macron debería plantearse la incompetencia de las clases dirigentes y su alejamiento cultural de la gente corriente; y, sobre todo, responder a las peticiones concretas, es decir, dedicarse más a la política y menos a la comunicación.

Christophe Guilluy es geógrafo, y autor de No society: El fin de la clase media occidental (Taurus).

 

Traducción »