Fue en septiembre de 1989. El Congreso de la República eligió los senadores y diputados que integrarían la delegación a la reunión de Parlamento Mundial, esta vez a celebrarse en Londres. Por Acción Democrática, además de Octavio Lepage, presidente del Congreso, y de Carlos Canache Mata, jefe de la fracción de diputados del partido, fuimos designados Arístides Hospedales y Paulina Gamus, para entonces subdirectora de la fracción de diputados de AD. Por Copei iban Luis Enrique Oberto y Gustavo Tarre Briceño y por el Movimiento al Socialismo (MAS) Víctor Hugo D’ Paola. Varios de los delegados viajaron acompañados de sus cónyuges, yo de mi hija.
Ya en Londres, recibimos las tarjetas de invitación para el acto inaugural en el Palacio de Westminster que eran para todos los delegados. Luego, la tarjeta unipersonal e intransferible para la recepción de su majestad la reina Elizabeth II, reservada a los jefes de delegación. Como ni Lepage ni Canache, que eran los adecos de mayor rango, habían llegado a Londres, el resto de los delegados decidió entregarme la tarjeta de la recepción real. Al día siguiente, con nuestras mejores galas, salimos para el acto en una camioneta Van reservada para nuestra delegación.
Elizabeth II llegó al palacio de Westminster en un carroza tirada por caballos y se desplazó con paso medido y con una gran capa orlada de armiño, como lo que es (y sigue siendo) ¡reina!.
Llegó al pódium donde la esperaban el maestro de ceremonias y la primera ministra Margaret Thatcher. El discurso de Su Majestad fue breve y leído con una voz muy suave, sin la menor estridencia. El discurso de la Thatcher fue hábilmente político, destinado a abarcar los problemas de los cinco continentes reunidos allí por la representación de sus parlamentarios. Por cierto, quienes han seguido la serie The Crown que sepan que la Thatcher que allí aparece nada tiene que ver con la real. Según las malas lenguas que siempre son las enteradas, el director quiso darle el papel a su esposa quien, por más que se esforzó, representó a una Thatcher jorobada y con una voz gangosa que no tenía en realidad. Era una mujer bonita y elegante, pero sin eso que llaman sex appeal.
Finalizados los discursos, los beneficiarios de la invitación monárquica nos dirigimos al lugar de la recepción. Ante una puerta estrecha por la que no pasaría fácilmente nadie que pesara más de 90 kilos, estaban dos gigantes controlando la entrada. Recordé de inmediato la introducción de Elias Canetti a su ensayo Masa y poder: «La masa siempre quiere crecer: no existe ningún límite preestablecido que circunscriba el número de integrantes de una masa a una totalidad definitivamente cerrada. Por el contrario, la masa siempre tiene el impulso de acrecentarse (incluso las masas cerradas tienen la posibilidad de estallar, convirtiéndose así en una masa abierta)».
Esa masa era la que me estrujaba, me aplastaba, me robaba el oxígeno hasta niveles de asfixia, una masa de parlamentarios variopintos tratando de entrar todos al mismo tiempo.
Cuando por fin logré la hazaña de entrar al salón, mi primera visión fue el príncipe Felipe de Edimburgo, en amena conversación con Arístides y Nancy Hospedales y Víctor Hugo D’ Paola con su esposa Mayita. Nunca supe cómo entraron.
Me acerqué al grupo y Felipe, encantador, hablaba de la belleza de las mujeres venezolanas en las que incluía a las tres que tenía a su lado. Un poco más allá estaba Queen Elizabeth. Me acerqué y le hice una inclinación de cabeza, jamás habría podido hacer la reverencia protocolar que es con un cruce de piernas.
Hago un alto para contar que toda esa matazón para entrar a la recepción ofrecía un insólito obsequio: los mesoneros se desplazaban sin nada de caviar, foie gras o aunque fuese unos modestos canapés. Solo un detestable vino blanco caliente y unos palitos de celery y de zanahoria para untar en una salsa blanca indefinible.
Vi que un poco más allá estaba la Thatcher, para mí el personaje más interesante de la velada. Había una fila de tres o cuatro personas que deseaban hablarle y un asiático que hacía la introducción. Me coloqué en la fila, cuando llegó mi turno, la primera ministra vio mi distintivo y me dijo «¡Ah! Venezuela, acabo de estar con su presidente en París», (se refería a los actos con motivo de los 200 años de la toma de La Bastilla a los que asistió CAP).
Me preguntó, seguidamente, cómo estaba Venezuela; le respondí, con cara de circunstancias, que agobiados por la deuda y por los problemas económicos. Me lanzó una mirada gélida, me dijo: «Toda América Latina es igual» y volteó hacia otro lado con lo que entendí que mi tiempo con ella había terminado.
Por la tarde, hubo una recepción ofrecida en su residencia por el embajador de Venezuela, Francisco Kerdel Vegas. Uno de los invitados era un empresario de Manchester con negocios en Venezuela. Le conté mi experiencia con la Thatcher y me dijo: «Usted cometió un grave error, a la Thatcher no se le pueden plantear problemas sino soluciones. Si usted hubiese comenzado diciendo: Estamos haciendo grandes esfuerzos para resolver nuestros problema, ella se habría interesado». Demasiado tarde, nunca más volví a ver a la Thatcher, ni a the Queen y jamás podré ver de nuevo al muy simpático Phillip de Edimburgo. Y el colmo de los colmos: No existían los celulares con cámara fotográfica.
Paulina Gamus es Abogada, parlamentaria de la democracia.