Lluís Bassets: Agentes provocadores

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Todo presidente está obligado a tener una visión. Un plan de paz incluso. A veces también una cumbre solemne y una foto histórica. Luego las cosas vuelven a su sitio. Los resultados suelen ser escasos, en ocasiones reversibles. Como si una fuerza telúrica mantuviera ardiendo las brasas, a la espera de un devastador incendio, como los que periódicamente se llevan vidas, riquezas y esperanzas.

No sabemos todavía si Joe Biden tiene una visión. Ni siquiera si desea tenerla como sus antecesores desde al menos George Bush padre. O incluso si es bueno que la tenga, a la vista de los resultados cosechados por quienes la tenían. Sabemos de su bajo perfil hasta hoy mismo, cuando el asunto le ha estallado en las manos. A juzgar por sus primeros 100 días, se diría que su única visión consistía en mantenerse alejado del avispero, hacer exactamente el esfuerzo mínimo para corregir la visión disparatada de su antecesor.

Trump rompió con la Autoridad Palestina y cortó los fondos a la agencia para los refugiados de Naciones Unidas. Trasladó la embajada de Estados Unidos a Jerusalén. Reconoció la soberanía de Israel sobre el Golán conquistado a Siria. Legitimó las ocupaciones de territorio palestino. Y quiso complacer a Netanyahu con la ruptura del acuerdo nuclear con Irán y el patrocinio del establecimiento de relaciones con Israel por parte de cuatro países árabes.

Biden ya ha corregido algunos de estos pasos. Otros son irreversibles. Pero en ningún caso abandonará su compromiso con la seguridad de Israel y su derecho a defenderse, un principio que es política de Estado en Washington. Como tampoco cambiará la idea de los dos Estados, uno para los judíos y otro para los palestinos, aunque políticamente sea un cadáver al que nadie proporciona maniobras de resurrección.

El incendio actual desmiente algunos tópicos recientes. Se daba por hecho que la causa palestina ya no constituía el eje sobre el que giraba la política regional, desplazado hacia el Golfo Pérsico y organizado alrededor de la enemistad entre las monarquías petroleras suníes y el islamismo chií iraní. Al igual que se daba por irrelevante la Autoridad Palestina, debilitada por la corrupción, el autoritarismo de Mahmud Abbas y el nuevo aplazamiento de las elecciones, las primeras desde 2006.

También ha hecho su parte el deterioro de la ingobernable democracia israelí, con cuatro elecciones en dos años, junto al efecto inesperado de la pandemia en Gaza, donde apenas había llegado y ahora ha prendido con la misma furia que en otros países pobres de débil infraestructura sanitaria. Solo faltaban los agentes provocadores, siempre numerosos y eficaces en ambas partes e incluso en los gobiernos, atentos a echar petróleo sobre las brasas, en concreto sobre los lugares santos de Jerusalén.

Esta vez la amenaza abarca desde el Jordán hasta el Mediterráneo: Gaza sobre todo, también Cisjordania, e incluso Israel, donde árabes y judíos israelíes se movilizan en dirección a la guerra civil. Es mucha la materia inflamable acumulada, anuncio de un incendio sin precedentes.

 

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