Un trilema se da cuando tres elementos no pueden existir al mismo tiempo. Israel lleva viviendo en uno de esos trilemas desde hace más de medio siglo. A pesar de la aparente complejidad del conflicto entre israelíes y palestinos, el fondo se reduce a una explicación simple: Israel no puede ser al mismo tiempo un Estado judío, tener un carácter democrático y mantener el control sobre todos los territorios y poblaciones que ahora domina. La segregación etnorreligiosa, los recurrente estallidos de violencia y el deterioro de la imagen internacional de Israel son resultados directos de la irresolución de dicho trilema.
De los tres elementos que los sucesivos dirigentes israelíes han querido compatibilizar, sólo dos se pueden tener al mismo tiempo. Si Israel quiere ser un Estado judío y democrático, tendrá que poner fin a la ocupación. Si desea ser democrático y controlar todos los territorios, tendrá que pasar de ser un Estado judío a ser binacional e igualitario. En caso de que opte por seguir siendo judío y dominando los territorios de Cisjordania y Gaza, entonces necesariamente no será un Estado democrático. No lo es para el conjunto de sus ciudadanos, judíos y árabes, ni para las poblaciones palestinas ocupadas ni para una creciente parte de la opinión pública internacional.
Cada nuevo estallido de violencia a gran escala, como el que estamos viendo estos días en Gaza e Israel, es un recordatorio de que el conflicto palestino-israelí sigue lejos de desaparecer. El conflicto no se ha esfumado por la vía del sometimiento y la derrota de unos a manos de otros, ni por su pérdida de relevancia en una agenda mediooriental plagada de conflictos y guerras, ni siquiera por los acuerdos de normalización entre unos pocos países árabes del Golfo y de África con el Estado de Israel (los llamados Acuerdos de Abraham, propiciados por Donald Trump y su yerno Jared Kushner, bajo la fórmula de “seguridad y negocios, pero sin territorios a cambio de paz”).
El trilema de Israel genera cada vez mayores contradicciones, frustración y resistencias. La violencia extrema (a la que se presta atención desde el exterior cuando hay una nueva guerra) y la violencia cotidiana (la que resulta de la ocupación y de la existencia de diferentes leyes para diferentes grupos humanos, pero que es más difícil de ver desde fuera) son el producto de ese triángulo demencial que se alarga durante décadas. Ese mismo que alimenta a los extremos y a los mercaderes del odio en ambos campos. También sirve para que unos líderes egoístas, perseguidos por la corrupción y carentes de visión de futuro para sus respectivos pueblos hagan su juego cortoplacista para alargar su estancia en el cargo.
Los acontecimientos de los últimos días, con la erupción de violencia intercomunitaria en ciudades mixtas dentro de Israel, donde viven poblaciones israelíes judías y árabes, deberían hacer saltar las señales de alarma entre los dirigentes de ese país. Los linchamientos, la quema de viviendas y lugares de culto y las marchas de colonos y extremistas judíos al grito de “muerte al árabe” recuerdan la fragilidad de la convivencia cuando un grupo está por encima de otro. A pesar de que los árabes israelíes disfrutan de derechos inexistentes en las vecinas autocracias árabes, no dejan de ser ciudadanos de segunda dentro del Estado de Israel.
Los conflictos violentos entre Israel y el movimiento Hamás son demasiado familiares (han ocurrido en 2009, 2012, 2014 y 2021) y siguen el macabro manual de ataques, contraataques y castigos colectivos muy desiguales contra las poblaciones palestinas e israelíes. Sin embargo, resulta mucho menos común que el conflicto se extienda al interior de Israel. Han sido las políticas de Benjamín Netanyahu las que han intensificado los agravios que sienten los ciudadanos árabes israelíes. Con el fin de mantenerse en el cargo de primer ministro, Netanyahu ha apoyado de forma oportunista a los movimientos de colonos y de ultraderecha, prometiendo la anexión de territorios palestinos, apoyando la aprobación de la ley del Estado-nación del pueblo judío en 2018 y lanzando provocaciones como las vividas en Jerusalén oriental durante el pasado mes de Ramadán.
Ante la cada vez más evidente imposibilidad de alcanzar una paz entre israelíes y palestino por la vía de los dos Estados, son cada vez más las voces que abogan por adoptar un enfoque centrado en los derechos y la seguridad humana. Se trata de deshacerse del moribundo proceso de paz y centrarse en la protección de los derechos y en la rendición de cuentas cuando estos son violados, como debería ocurrir en cualquier Estado digno de llamarse democrático. Si Israel sigue optando por mantener una supremacía judía entre el Mediterráneo y el Jordán mediante un régimen de segregación y ocupación, esa opción tiene un nombre y es “apartheid”.
Haizam Amirah Fernández es investigador principal de Mediterráneo y Mundo Árabe en el Real Instituto Elcano y profesor de Relaciones Internacionales en IE University – @HaizamAmirah