No es este el espacio para un extenso o profundo análisis, pero sí la oportunidad de celebrar el pensamiento de una filósofa cuya vigencia mantiene hoy una desgarradora presencia. No solo en regímenes como el de Corea del Norte o de algunos países de África —en los que se combinan la voluntad de dominación nihilista con las guerras tribales— que han provocado, en los últimos años del siglo XX, genocidios inimaginables como el de Ruanda, de hutus contra tutsis.
También en el naciente siglo XXI, en nuestro hemisferio, Venezuela sufre un genocidio continuado de baja intensidad, provocado por un proyecto militarista de vocación totalitaria que lanzó a la palestra política el taimado militar barinés, denominado «socialismo bolivariano del siglo XXI».
Sabemos que su principal propósito fue perpetuarse en el poder, con el pretexto de dignificar a los más vulnerables, de construir el control social de la población a punta de dádivas y asistencialismo clientelar, de imponer el control político con represión, expoliación y muerte de quienes considerara, bajo una lógica binaria, enemigos, no adversarios, que es lo propio de las democracias; el chavismo, almibarando las ilusiones de una mayoría, con «cantos de sirena» que facilitaron el extravío de la democracia venezolana, la corrupción rampante del bipartidismo y el consiguiente desprestigio de los principales partidos políticos, perdió el rumbo trazado después del derrocamiento de la dictadura militar del general Marcos Pérez Jiménez e impuso un proyecto político «revolucionario» que anunciaba una mutación estructural de la república y su refundación.
Este desvío ha sido una de las peores calamidades de la historia del país, que aún sufrimos, pues se habían construido las bases de la más exitosa modernización del país mediante una «conciliación de élites» con el Pacto de Puntofijo y, en lugar de profundizar la democracia, el proyecto chavista, desde su fundador hasta su designado sucesor, ha convertido en catástrofe permanente la vida nacional.
La retórica de transparencia, la promesa de una gestión administrativa sin opacidad y con rendición de cuentas, ceñida a los parámetros de la más estricta ética republicana, la extensión de los principios democráticos y del progreso a todos los rincones del país fueron un gran engaño para someter de manera hegemónica las instituciones, destruir el aparato productivo nacional con la aplicación mecanicista de las recetas que definieron el socialismo real, un fracaso histórico reiterado, siempre inviable, a un altísimo costo social y humano que, en estos días, populistas autoritarios como el candidato presidencial Pedro Castillo en Perú, pretenden implantar.
Tal socialismo ortodoxo perdura hasta hoy, basado en la lucha de clases y la dictadura —no del proletariado sino en contra de estos y de toda la sociedad—, con la retórica de la redención social de los más pobres, considerados despojados de su dignidad o desposeídos de riqueza que el caudillo mesiánico llegaba a salvar; desde la antigua Unión Soviética con Lenin y Stalin —quien consolidó el modelo— hasta su tropical y sanguinaria versión cubana con los Castro y sus acólitos. Como dijo Spengler, refiriéndose a los proyectos fallidos de cambio social revolucionario, «los animales históricos tardan mucho tiempo en morir».
En Venezuela, además de la destrucción institucional, la militarización del poder, la disolución del Estado, la usurpación de sus estructuras y la simultánea imposición de un Estado delincuencial paralelo, consistió en despilfarrar la mayor renta petrolera jamás recibida en la historia republicana, mediante fabricación de consensos en el horizonte internacional, compra de voluntades y apoyo utilitario, y en el plano interno, un asistencialismo acomodaticio y manipulador para someter a las mayorías, la dislocación de los más altos valores de civilidad y ética social dentro de un sistema democrático con Estado de derecho y la exacerbación del populismo demagógico hasta la grotesca realidad presente en todos los sectores económicos, políticos y sociales de convertir la transgresión en norma.
En el poder se mantiene actualmente el conglomerado criminal transnacional que preside Maduro con la camarilla dominante, sin siquiera cumplir con uno de los elementos esenciales que definen un Estado, que es la soberanía o control del territorio.
Los trágicos episodios recientes en Apure, en la frontera con Colombia, donde jóvenes soldados —sin preparación técnica, con una fuerza armada desmoralizada y que ha perdido la brújula— son enviados cual carne de cañón a enfrentar a las bandas narcocriminales extranjeras que han tomado posesión del territorio nacional y que están enfrentadas entre facciones rivales por el control de los negocios ilícitos de sus economías pervertidas por la droga como instrumento de dominación. Las “vacunas” y la destrucción de bienes públicos y privados como mecanismos de intimidación y de robo de sus propiedades a poblaciones inermes, en total indefensión por la ausencia de Estado, son una comprobación de que existe uno de los más acertados aportes de Hannah Arendt.
La «banalidad de mal»… expresión acuñada por ella y cuyo más remoto antecedente de la modernidad se halla en Kant, significa —a raíz del seguimiento que hizo Arendt en Jerusalén del juicio a uno de los verdugos más impasibles y anodinos del régimen nazi, A. Eichmann— cómo un sistema político puede trivializar el exterminio de seres humanos mediante una ética excluyente de antivalores morales, mediante su ejecución burocrática por funcionarios que obedecen la orden sin tomar en consideración las consecuencias. Para Arendt, en alusión a Kant, «el mal nunca es radical; solo es extremo y carece de toda profundidad…puede extenderse y reducir todo el mundo a escombros… solo el bien tiene profundidad y puede ser radical». Ningún ser humano es superfluo. Todos contamos. Esa es la tarea a la que Arendt nos convoca sin postergación.
Marta De La Vega es Investigadora en las áreas de filosofía política, estética, historia. Profesora en UCAB y USB – @martadelavegav