Vaya por delante una confesión: hace mucho que no me sentía solidario. El paso de los años, la vejez, también ese vago autismo que el tiempo hace aflorar en quienes empiezan a vivir demasiado o son longevos por encima de posibilidades razonables, acaban haciendo su efecto. Se traduce éste en una escéptica lucidez final, como si todo se iluminase por última vez con una claridad diáfana antes de sumirse, o sumirte, en la cuesta abajo de la decadencia física e intelectual, del tiempo final y del olvido. Se te enfrían, poco a poco, el corazón y la cabeza.
Pero no se alarmen. Semejante introducción no tiene por objeto que tras leer este artículo se corten ustedes las venas o se cisquen en mis muertos por amargarles el día. Al contrario. Pretendo llegar a un lugar agradable, aunque la cosa empiece con una asunción, más o menos estoica, del mundo y la vida tal y como son. O como creo que son. Y les estaba hablando de escepticismo. Cuando has dado un par de vueltas por el mundo y leído un par de libros, el amor a la humanidad que los buenos educadores procuran inspirarte de pequeño sufre estragos irreparables. Por lo menos, eso me ocurre a mí. Al final no acabas amando a los seres humanos en su conjunto, pues la experiencia dice que esa clasificación incluye un número incalculable de hijos de puta. Te vuelves prudente, y el amor acabas administrándolo de modo más selectivo, reservado a grupos e individuos concretos. Incluso, y eso es más importante de lo que parece, a cualquier clase de individuos, da igual que sean buenos o malos, cuando actúan en determinadas circunstancias. No por tratarse de seres humanos, que ésa no es ninguna garantía ni etiqueta de calidad, sino por sus hechos en momentos concretos.
No creo, y discúlpenme, en lo sagrado del hombre y su existencia sobre la tierra. Somos la especie más afortunada entre las muchas que hay, pero estamos sometidos a las mismas despiadadas reglas naturales: nacer, procrear, morir. El resto es fruto del azar evolutivo. En la frialdad de un universo desprovisto de sentimientos, la desaparición de un millar de seres humanos no se diferencia de la de un millar de conejos, delfines o canguros. Incluso, en fríos términos prácticos, resulta a veces más conveniente. Quiero decir que la conciencia de todo eso, su percepción –equivocada o no, es la que tengo–, puede acabar convirtiéndote en observador más o menos ecuánime de la condición humana, incluida la propia. En un misántropo cualificado. Eso tiene ventajas analgésicas, pues atenúa la compasión global y te hace selectivo y cauto, ajeno a peligrosos entusiasmos, más inclinado a reservar afectos y sentimientos para los lectores, los familiares, los amigos y aquellos grupos sociales concretos con voz y rostro que, formados, deshechos y vueltos a formar por las circunstancias, remueven tus sentimientos y te inspiran simpatía. El resto como conjunto, la suerte global de la Humanidad, puede acabar importándote un carajo.
Y de pronto, de vez en cuando, ocurre el milagro y la palabra solidaridad te borra la misantropía. Rompe las barreras, a veces necesarias, tras las que la vida te ha ido atrincherando poco a poco. La última vez que me ocurrió eso fue hace unos días. Siempre estuve seguro de que nunca llegaría mi aviso para vacunarme contra el Covid. Me pasará, decía resignado a mis amigos, como a Ana Frank, que murió dos meses antes de que liberasen su campo de concentración. Sin embargo, para mi sorpresa, llegó la cita y me presenté en un hospital de Madrid donde el personal sanitario atendía a todos con amable rapidez y eficacia. Me situé en la cola, donde predominaba la gente mayor. Todos aguardaban sus turnos pacientes, educados, en silencio. Había un ambiente de respeto mutuo y también de sereno estoicismo. Todos sabíamos que la vacuna podía salvar nuestra vida, pero también tener efectos adversos. Sin embargo, estábamos allí porque las ventajas generales eran mayores que los posibles inconvenientes, y el conjunto de todos nosotros, y también la gente que nos era próxima, se beneficiaría de aquello. Asumíamos un riesgo conscientes de hacerlo, aceptando con estoicismo las reglas del juego. Y mirando los rostros con mascarillas, los ojos de quienes me precedían y seguían en la fila, me sentí conmovido, solidario, hermano de todos ellos, feliz de pertenecer a un grupo que se desharía media hora más tarde, regresando cada cual a lo que podía ser o no ser, pero que en ese momento era concertado y admirable. Sentí orgullo por hallarme entre aquellos abuelos y jóvenes tranquilos, afrontando juntos una de las muchas zancadillas que la perra vida te pone al paso. Me sentí mejor persona y pensé que ellos lo eran. Y otra vez volví a amar al ser humano.