Julio Castillo Sagarzazu: La lección del férmur roto

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En la primera clase del semestre, intento explicar a los estudiantes cual es el origen del derecho, de las leyes y del Estado. Suelo recurrir al expediente de explicar que en las comunidades primitivas el más fuerte del grupo era quien imponía las normas. La fuerza física era tanto o más importante que el talento personal para dirigir a los demás. Se hacía lo que él decía y cuando alguien se salía del carril, pues estaba la superioridad física para recordar quien era el que mandaba.

De manera que la aparición de las normas y del Estado está vinculado a la capacidad de coerción y al monopolio de la violencia. De allí nació el ser humano como ser político.

Sin embargo, el ser social, la graduación de aquel “homus erectus” como ser humano, ocurrió cuando apareció la compasión. Cuando alguno del grupo pudo detener la marcha para socorrer a quien se había caído, cuando se organizó la comunidad para atender a quienes estaban menos dotados y a los más débiles.

Hace unos días, leímos un interesante artículo que me confirmo en esta tesis. Hablaba de la respuesta dada por la antropóloga Margaret Mead a un estudiante que le pregunto cuál era el primer signo de civilización de una cultura. Mead no le dijo que era una vasija o un instrumento que revelara la habilidad de la mano humana. La profesora respondió que era el hallazgo de un hueso, de un fémur roto que había sanado. Es decir, la prueba de que alguien había ayudado a aquel antepasado nuestro que no fue abandonado a su suerte.

Recordé (y me disculpa el lector la digresión personal) una anécdota que suelo señalar como el momento en que verdaderamente me gradué de dirigente político. Llego bastante después de que creía que esa carrera había comenzado. Para la época, ya había sido dirigente estudiantil en las más importantes responsabilidades del liceo y la universidad; concejal de Valencia; dirigente nacional de partidos; diputado al Congreso, vicepresidente de la Cámara de Diputados y Secretario de varios Gobiernos regionales. Había prestado juramento como alcalde de Naguanagua, apenas dos días antes y se abatió una tormenta bestial sobre el municipio. Una especie de bienvenida que nos dio la Virgen de Begoña, la patrona del municipio, que ese día celebraba su fiesta. Hubo decenas de barrios y comunidades inundadas. Mientras recorría las zonas afectadas, llegue a una población llamada El salto, cercana a Las Trincheras. Allí cerca del río que había arrasado con lo que encontró a su paso había un rancho (aunque un rancho era mucho decir. Eran cuatro tablas con cuatro plancha de zinc agujereadas) En el medio de aquel esqueleto que se derrumbaba, había un camastro y una mujer de edad indescifrable con dos niñas de dos y cuatro años. Estaba postrada y apenas hablaba. Le entendimos que tenía un cáncer terminal. Comprendí igualmente, que no podía salir de ese sitio sin resolver ese problema.

Por primera vez me di cuenta que toda la carrera que me había llevado hasta allí eran solamente un ensayo. Nada era verdad. Nunca había tenido la necesidad de atender de tan cerca el dolor ajeno y tener que hacer algo para aliviarlo. No como un buen samaritano ni como un boy scout que hace su buena acción diaria. ¡No! Se trataba de que mi trabajo y mi responsabilidad era resolver aquello. Atrás habían muchos discursos, muchos mítines, muchas asambleas, debates, actos protocolares, antesalas a funcionarios. Ahora es que había que probar que el cambur verde mancha.

Aun hoy, como ya lo dije, asumo que aquel fue un bautizo de fuego. Un acto pequeño. Nada del otro mundo y que afortunadamente pudimos resolver, pero estaba lleno de significación. Comprendimos que hacer política está vinculado con mejorar la calidad de vida de quien te elije e implica un compromiso con quienes son más vulnerables y no pueden, a veces, valerse por sí mismos.

Pero este tema tiene otro ángulo también importante y que no necesariamente tiene que ver con la política. Se trata del trabajo ciudadano y voluntario que muchísimas personas desarrollan para ayudar a otros. No hablamos de la derivación de la responsabilidad de ayudar al prójimo que es un mandato de casi todas las religiones del mundo. En realidad es de la existencia de una red de servidores públicos que trabajan a diario porque les nace de la conciencia.

No es un tema menor. Cuando los órganos de las Naciones Unidas, que evalúan la calidad de vida de las naciones, hacen sus investigaciones, uno de los ítems que toman en cuenta es la cantidad de personas dedicadas al trabajo voluntario. Infieren que mientras más bomberos, rescatistas, paramédicos, trabajadores sociales hay en un país que presten servicio a la comunidad de manera voluntaria, más avanzado esa nación.

La pandemia nos ha dejado muchas lecciones. Así como hemos visto las pequeñas y grandes miserias humanas del tráfico de la necesidad y la angustia de la incertidumbre de tener un sistema de salud colapsado, así también, hemos visto gestos de millones de compatriotas que han sacado raza para ayudar.

A Venezuela tendremos que reconstruirla dentro de muy poco. Vamos a necesitar cientos de miles de hombres y mujeres de buena voluntad que metan el hombro para colaborar en la ingente tarea de hacer renacer una patria distinta de entre los escombros que dejaran estos últimos años.

Bien nos convendría, comenzar desde ahora, aunando esfuerzos, organizando cuadros y líderes para, renovando ese “banco de datos” de la buena voluntad para cuando llegue ese ansiado día.

 

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