¡Cómo han cambiado los tiempos! Aún recuerdo que cuando pasaba un entierro los hombres que usaban sombrero descubrían su cabeza; la gente en la calle guardaba silencio en señal de respeto. No vamos a negar que los velorios en las casas de familia, o en las funerarias, eran lugar propicio para chismes y hasta chistes, pero siempre de manera silenciosa y para nada ofensiva al difunto (a) o sus familiares.
La muerte siempre tuvo un lugar principalísimo en la poesía desde la Edad Media hasta entrado el ya materialista siglo XX. Por ejemplo, un anónimo del siglo XIV: «O piensas, por ser mancebo valiente o niño de días, que alueñe estaré, e fasta que llegues a viejo impotente la mi vanida me detardaré? Avíate bien, que yo llegaré a ti a dessora, que non he cuidado que tú seas mancebo o viejo cansado, que cual te fallare tal te llevaré».
De Jorge Manrique, siglo XV : «Mundo es el camino para el otro, que es morada sin pesar; mas cumple tener buen tin para andar esta jornada sin errar. Partimos cuando nascemos, andamos mientras vivimos, e llegamos al tiempo que feneçemos; assí que cuando morimos, descansamos.
Anónimo siglo XV: «Donde antes la soberbia, dando leyes, se prenden hoy los viles animales. ¿Qué os arrogáis, ¡oh príncipes!, ¡oh reyes!;si en los ultrajes de la muerte fría comunes sois con los demás mortales?»
Quizá ningún poeta como Gustavo Adolfo Bécquer dedicó tanta pluma y espíritu al tema de la muerte: «Vuelve el polvo al polvo? ¿Vuela el alma al cielo? ¿Todo es sin espíritu podredumbre y cieno?: Al ver mis horas de fiebre e insomnio lentas pasar, a la orilla de mi lecho, ¿quién se sentará? Cuando la trémula mano tienda, próximo a expirar, buscando una mano amiga, ¿quién la estrechará? Cuando la muerte vidríe de mis ojos el cristal, mis párpados aún abiertos, ¿quién los cerrará? Cuando la campana suene (si suena, en mi funeral), una oración al oírla, ¿quién murmurará? Cuando mis pálidos restos oprima la tierra ya, sobre la olvidada fosa, ¿quién vendrá a llorar? ¿Quién, en fin, al otro día, cuando el sol vuelva a brillar, de que pasé por el mundo, ¿quién se acordará?».
Puede ser —¿por qué dudarlo?— que hasta 1999, año de la invasión bárbara a este país llamado Venezuela, la muerte de cualquier persona, incluso un adversario político, obligara a ser respetuoso con esa circunstancia y con su protagonista.
A los entierros de personas que en vida no fueron nuestras amigas, acudíamos como un acto de disculpa por las diferencias que mantuvimos.
Con la invasión bárbara, la reencarnación de Atila en el cuerpo y mente de Hugo Chávez se expresó así ante la desaparición física de distintos venezolanos. Tras la muerte del cardenal Rosalio Castillo Lara: «Me alegra que haya muerto ese demonio vestido de sotana, ojalá se esté pudriendo en el infierno como se merece, sé que se retorcerá eternamente viendo avanzar la revolución…». Ante la muerte del expresidente Carlos Andrés Pérez: «Yo no pateo perro muerto… No habrá luto nacional porque hoy murió un corrupto, un dictador…». Otras de las crueles palabras de Hugo Chávez fueron las dirigidas a la señora Gladys Diab, madre de los asesinados hermanos Faddoul: «Deje la lloriqueadera y deje que esos muchachos descansen en paz».
Viendo estos ejemplos ofrecidos por quien debía dar ejemplos, ¿podría sorprendernos la avalancha de odio racista que se produjo a raíz de la muerte de Aristóbulo Istúriz? Que cada quien expresara su repudio a lo que fue Aristóbulo en vida, a su papel vergonzoso como funcionario del régimen, especialmente con su gremio —el de los educadores— sería comprensible. Pero que la mayoría de los insultos se haya centrado en el color de su piel, en su condición de afrodescendiente, como se le dice ahora hipócritamente a nuestros negros, me pareció abominable.
Los prejuicios raciales y religiosos son propios de gente mediocre y resentida y fueron los que dieron lugar a capítulos horrendos en la historia como el Holocausto nazi en contra de los judíos, las matanzas en la guerra de Bosnia-Herzegovina entre cristianos y musulmanes y la masacre de los tutsis a mano de los hutus en Ruanda, con la venganza posterior, igualmente sangrienta, de la víctimas contra sus victimarios.
El fallecimiento del general Jorge García Carneiro, casi eterno gobernador del estado Vargas, ha originado otra clase de reacciones: el humor y la chispa venezolanos han salido a relucir para relacionar esa muerte con la inocultable afición del difunto a la bebida.
Debo hacer una confesión o mea culpa: he tenido que reírme con muchos de los memes, post y tuits que hacen alusión a las licorerías, destilerías de whisky y otras empresas dedicadas al negocio del alcohol que hoy guardan duelo o están en peligro de bancarrota por la desaparición física de uno de sus más devotos clientes.
A eso hemos llegado, dos países: uno que llora a sus muertos (los que «vuelan alto») y otro que se burla y viceversa. Morir en Venezuela ha perdido todo lo que puede tener de trascendente el hecho de partir para siempre de este mundo. ¿Se podrá seguir usando la frase descanse en paz?
Paulina Gamus es abogada, parlamentaria de la democracia – @Paugamus