Ofelia Avella: Persona y comunidad

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Ya escribí un artículo con el mismo título, pero el tema me parece tan relevante que quise tratarlo de nuevo. Siempre es posible ver cosas nuevas y decirlas, también, de modo nuevo. Como estamos siempre, además, en camino, todo puede comprenderse mejor con el paso del tiempo y a la luz de sucesos que vienen a ampliar el marco de interpretación.

Como la vida corre rápido y lo que vivimos nos ocupa la atención plena, podemos perder de vista lo más importante. El hombre no está hecho para vivir en soledad. Somos relacionales por naturaleza y de esto se desprende que la convivencia sea el medio propio en que los seres humanos nos desarrollamos. Sabemos que somos limitados y que tenemos, también, múltiples defectos. Todo esto hace que las relaciones sean a veces más desencuentros que encuentros.

Hay, sin embargo, condiciones mínimas que hacen humanas las relaciones: esas que ponen de relieve el valor de toda persona y de la comunidad, pues así como somos únicos e irrepetibles, vivimos entre los demás y nos necesitamos unos a otros.

Lo más elemental, a mi parecer, es mostrarse al otro como se es. No necesariamente el otro lo hará y esto ya explica, de entrada, lo difícil que puede ser entablar relaciones sinceras. Indiferentemente de los caracteres, de las personalidades e incluso de los defectos que podamos tener todos, la autenticidad es siempre la mejor vía para alcanzar a los hombres. Añado que no solo a las personas, sino a la realidad misma en su patencia, pues la receptividad de lo que es, precisa de una apertura sincera capaz de acoger eso que es.

En un país con tantas dificultades, una de las cosas que más hay que trabajar y recuperar es el tejido social. Todo lo demás también importa, pero la desmoralización, la desconfianza, los abusos de que es objeto la gente, golpean una y otra vez las vidas. La reconstrucción de las rupturas interiores en muchos pasa por el redescubrimiento de que la bondad y el amor existen; de que la sencillez y la honestidad todavía se encuentran en el fondo de muchos hombres y que por eso, muy a pesar de todo, vale la pena seguir luchando por el país. Ante tanta mentira, las personas necesitan volver a creer en la verdad; ante tanta fractura, en la amistad; ante tanto dolor, en la fe en Dios y en la bondad humana; ante tanta insensibilidad, en la profundidad de vidas interiores con riqueza real. En fin, los tiempos en los que el valor de las palabras y de la bondad humana escasean, el mayor fortalecimiento de un tejido humano tan dañado solo puede provenir del amor por la verdad, de los lazos personales honestos y del respeto a la dignidad del prójimo (a su persona, a su conciencia, a su intimidad). Se trata de hacer bien, o al menos un poco mejor, lo que advertimos como injusto en otros. Todos somos únicos y al mismo tiempo compartimos una naturaleza común: somos seres humanos. De ahí mana la natural realidad de toda posible comunidad.

El respeto a cada persona irá fortaleciendo las comunidades que nos son más próximas, empezando lógicamente por la propia familia, en la que el trato a cada miembro precisa de un tiempo dedicado a intimar con él (ella), pues de otro modo no podría pretenderse nunca que el amor crezca y se fortalezca. La rapidez de la vida, la superficialidad, puede hacernos olvidar que cada uno es único; saltarse por eso las conciencias individuales para pretender una especie de espíritu único (por más que lo haya: en una empresa, en toda pequeña organización) conduce a la uniformidad en la que sin captarlo mucho se violenta las diferencias al prescindir de ellas: al obviar su existencia. Así, poco a poco, las personas van dejando de tener rostro para ser sencillamente “empleados”. Sin este mínimo respeto a los miembros que nos son cercanos no podremos esperar de pronto otro país.

Somos nosotros los que tenemos que cambiar para fortalecer unas relaciones honestas, fundadas en la verdad, de modo que puedan ser profundas. El país es fundamentalmente su gente.

 

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