En las últimas semanas han confluido sobre el primer plano de la actualidad varios acontecimientos relacionados con el pasado colonial no resuelto de Europa. En Francia, tras los ecos de la recurrente polémica sobre la independencia argelina, ha sobrevenido la asunción de responsabilidades por el genocidio de Ruanda (1994). En Alemania, la petición solemne de perdón, con indemnización añadida, a los pueblos de Namibia. Y en España, el último incidente relacionado con la espina del Sahara Occidental.
La lección común a todos estos acontecimientos es que la evasión interesada del pasado nunca es una solución. Desde los procesos de descolonización iniciados en los años sesenta, hay una tentación por someter al olvido los aspectos más negativos del periodo colonial, mediante la combinación de políticas de sustitución. Se ha intentado eludir la patata caliente de las reparaciones con ofertas de “cooperación” económica, una condescendencia ante el rumbo por lo general fallido de las nuevas naciones independientes, la disimulada tutela de sus opciones estratégicas y la oferta envenenada e interesada de padrinazgo militar cuando han surgido amenazas a la falsa estabilidad de regímenes dudosamente legítimos.
Estas políticas, que han sido definidas con el eufemismo de “neocolonialismo”, han sido constantes a lo largo de los últimas décadas, la más de la veces con la complicidad y el cinismo de las nuevas élites gobernantes en África. Tras aceptar reglas del juego diseñadas por las antiguas potencias coloniales, se deslizaban luego hipócritas protestas de victimismo, cuando convenía por exigencias de política interna, para justificar insatisfacciones puntuales o como excusa ante fracasos indisimulables.
Francia y Ruanda
El presidente Macron, como sus antecesores, ha dedicado buena parte de su tiempo y su energía al esfuerzo de marcar una impronta propia en la política africana de Francia. Lo ha hecho a su manera: con una mezcla de intuición y oportunismo, sin condicionamientos doctrinarios o ideológicos. A fuer de francés, ha solemnizado el pragmatismo.
Así es como ha actuado en el caso de Ruanda. Amparado por la levedad de su peso personal (tenía 16 años en 1994), Macron puede permitirse pisar, a bajo riesgo, el terreno minado de una élite estatal política tradicional con los armarios plagados de “cadáveres” africanos. Primero alentó los trabajos de un equipo independientes de investigación sobre lo ocurrido (la Comisión Duclert). Asumió a continuación sus conclusiones, con la serenidad que propicia no pagar facturas. Y, finalmente, acometió la visita pendiente a Kigali con la confianza de ser entendido y celebrado, pero sobre todo con la comodidad de no llevar las suelas de los zapatos manchados de sangre. Con una elegancia previsible, permitió que flotara la sombra del entonces jefe de estado, François Mitterrand, no sin dejar claro que Francia no fue “cómplice” de la matanza de tutsis a manos de los hutus, en la carnicería tribal africana (1).
El expresidente socialista estaba obsesionado con el dominio anglosajón en el continente africano (en este caso, de Estados Unidos, más que de Gran Bretaña) y abordó la lucha por el poder en Ruanda como una cuestión estratégica para Francia, no como un asunto interno ruandés. La Comisión Duclert ha confirmado lo que ya entonces era evidente antes, durante y después de la matanza: desde el Eliseo se aceptó y amparó el intento del presidente Habyarimana de exterminar a la población tutsi para impedir su de otra forma inevitable emergencia política como etnia dominante en el país.
Macron pretende dar carpetazo al pasado aceptando la “responsabilidad” de Francia, pero haciendo control de daños; en este caso, rechazando la noción de “complicidad”. Un gambito ha comprado con parejo pragmatismo el actual presidente ruandés, Paul Kagame, en su día líder de la resistencia que se sobrepuso a la matanza y replicó con la conquista del poder. Como reflejo de lo que es hoy África, Kagame lidera un proyecto político autoritario (2), respaldado por otras autocracias vecinas (principalmente, Uganda) y avalado por las sucesivas administraciones norteamericanas desde Clinton. O sea, justo lo que Mitterrand quería evitar.
Macron dice mirar al futuro, su mantra político fundamental y único factor que le queda para prolongar su capital político. En África como en su propio país, este antiguo ejecutivo bancario piensa en términos de rentabilidad. Su política de seguridad en el Sahel se encuentra en el filo del fracaso, por la persistencia del empuje yihadista pero también por la incompetencia, la negligencia y la corrupción que caracterizan a las élites de los países de la región. Ruanda es una apuesta más segura. Kigali bien vale un arrepentimiento contenido (3).
Alemania y Namibia
El caso de Namibia es diferente, ya que nos remite a un periodo de efímera ambición colonial alemana. Tras el “reparto de Berlín”, auténtica carta del condominio colonial del imperialismo europeo a finales del siglo XIX, Alemania se vio compensada con pequeñas compensaciones en la costa noroccidental y suroccidental del continente, mientras Francia y Gran Bretaña, aparte de Bélgica y España, se quedaban con los mayores trozos del pastel. La Namibia de hoy fue la posesión más preciada, tanto por sus recursos como por su extensión.
A comienzos del siglo XX, dos pueblos originales, los Herero y los Nama se levantaron contra el dominio germano. La represión fue brutal. Fueron asesinadas 90.000 personas, lo que permite calificar la operación como genocidio. Los pocos sobrevivientes fueron encerrados en campos de detención que, por sus características y funcionamiento, se convirtieron en los pioneros de los campos de concentración nazis.
Ahora, Alemania, después de un largo periodo de reconsideración, ha procedido al correspondiente ejercicio de “arrepentimiento”. No sólo moral. El sobre con la presentación de excusas viene abultado con un cheque de más de mil millones de euros, en concepto de “reparación” a los herederos de las víctimas. Acostumbrados a este tipo de autolaceración por las barbaridades pasadas, los alemanes no han necesitado de alambiques retóricos para admitir su “responsabilidad moral”, en palabras del ministro de exteriores Haiko Maas (4).
España, Marruecos y el Sáhara
El Sahara Occidental es la espina africana de España. La crisis reciente con Marruecos, por la atención sanitaria urgente del líder saharaui en un hospital español es un reflejo más de un problema irresuelto.
La espantada final del franquismo no ha sido reparada por los sucesivos gobiernos democráticos con la firmeza que el asunto exigía, bajo el parcial argumento de que el dossier había quedado emplazado en la ONU. La sombra intimidatoria del poder desestabilizador de Marruecos en tres frentes (inicialmente, la pesca; luego, la presión migratoria y la amenaza del terrorismo yihadista; y siempre Ceuta y Melilla) ha pesado demasiado en las esferas de poder. Como resultado de ello, a lo largo de estos años, el Estado ha declinado su responsabilidad en beneficio de grupos activistas de la sociedad civil, protagonistas de muchos gestos solidarios con la población saharaui. La desconexión entre ciudadanía y el Estado es palpable.
Esta realidad es también, en cierto modo, emocional. Hay más simpatía hacia un pueblo errante y reprimido que hacia un Reino que, como tantos otros en el mundo árabe, difícilmente cumple las normas de convivencia en democracia y libertad. Pero también opera una suerte de racismo subterráneo en la sociedad española y un resentimiento no del todo superado por la desastrosa herencia de las guerras coloniales, que prolongó su siniestra sombra en la contienda de 1936-1939.
El actual gobierno ha actuado correctamente al no ceder a las presiones marroquíes, a pesar del temible escenario de un eventual verano de crisis migratoria en Ceuta y Melilla. La UE ha echado una mano, incluyendo a Francia, que nunca quiere estar ausente en cualquier sobresalto africano (y en particular magrebí). No corrían buenos tiempos para Marruecos, después de un imprevisto incidente diplomático con Alemania, también a causa del Sahara (5). Rabat se creía reforzado con los acuerdos Abraham, en el tramo final del mandato de Trump, que posibilitaron el reconocimiento norteamericano de la soberanía marroquí sobre el territorio saharaui, “a cambio” de la normalización plena con Israel (6).
El episodio ha tenido su dimensión judicial, que avala la actuación del Gobierno y dificulta la propaganda marroquí. Pero, contrariamente al caso de Ruanda y Namibia, el Sahara no es un asunto del pasado, ni siquiera reciente: es todavía un asunto candente, para el que no valen excusas, ni siquiera compensaciones. Cada día que pasa, es evidente que el plan de paz de la ONU es papel mojado y la anexión marroquí un hecho consumado. La reanudación de la guerra, que los saharauis anunciaron a finales de 2019, es un gesto propagandístico, que tarda en fraguarse debido a su inferioridad militar y a su aislamiento diplomático. Las escaramuzas de meses pasados no pueden enmascarar esa amarga realidad.
Notas:
(1) “A Kigali, Macron èspere le ‘don’ du perdón de la part des rescapés du genocidio”. PIOTR SMOLAR. LE MONDE, 27 de mayo.
(2) “The dark side of the Rwanda’s rebirth”. MVEMBA PHEZZO DIZOLELE. FOREIGN POLICY, 29 de mayo.
(3) “La politique africaine d’Emmanuel Macron, un project de renoveau à l’épreuve du réel”. JEAN-PHILIPPE RÉMY. LE MONDE, 27 de mayo.
(4) “Vertreter der Herero und Nama forden hunderte milliarden euro entschädigung”. DER SPIEGEL, 1 de junio.
(5) “Le Maroc ouvre une double crisis diplomatique avec l’Allemagne et l’Espagne”. FRÉDERIC BOBIN. LE MONDE, 15 de mayo; “Sahara occidental rapelle son ambassadrice a Berlin, dénonçant des ‘actes hostilles’ de l’Allemagne”. LE MONDE, 6 de mayo.
(6) “Morocco joins list of arab nations to begin normalizing relations with Israel”. THE NEW YORK TIMES, 10 de diciembre.