Recuerdo, de niño, haber devorado una serie de ediciones especiales que la célebre revista Life dedicó, hacia mediados de los años sesenta, al tema de la Primera Guerra Mundial. Mes a mes mis padres compraban la célebre revista donde aparecían imágenes de aquella espantosa carnicería: trincheras repletas de barro donde se arrastraban los soldados, espacios de devastación lunar a causa de los obuses, montañas de cadáveres apilándose en el barro, interminables filas de soldados ciegos a causa del gas mostaza…
Muchos años después, en mis estudios de arte, y acaso en estrecha relación con aquella evocación infantil, me sentí atraído por algunas de las obras de los expresionistas alemanes que habían participado en la Gran Guerra. Especialmente, las de Otto Dix, quien vivió por más de tres años el infierno de las trincheras. Dix no pinta héroes ni la epopeya de la guerra. Dibuja cuerpos destrozados; apenas bultos sin identificar, informes amasijos de uniformes y carne y huesos y sangre. Muestra un universo de víctimas; la cara más tenebrosa de la modernidad y del progreso: todopoderosas industrias produciendo cantidades masivas de armamentos al servicio de la destrucción y la muerte… El horror proveniente de las prósperas fábricas de los países más industrializados.
Dos años después de la rendición de Alemania, en 1920, concluiría Dix su memoria personal de la guerra con una serie de dibujos que tituló Mutilados de guerra: excombatientes lisiados obligados a pedir limosna, prostitutas, huérfanos, muchedumbres famélicas…
En otro espacio artístico, el fotográfico, al pensar en la representación de la guerra, es difícil no recordar a uno de sus más célebres testimoniadores: Robert Capa; quien, a lo largo de veinte años la fue siguiendo por todo el mundo: durante la Guerra Civil Española, en China cuando la invasión japonesa, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra tras el nacimiento de Israel, la Guerra Franco-Indochina… El gran protagonista de las fotos de Capa es el sufrimiento grabado en el rostro de las víctimas. El artista sabe, siente, que su papel no puede ni podría ser otro que el de comunicar un desgarrado dolor que no cesa de evocar lo apocalíptico.
El arte, pues, convertido, también, en testimonio de lo peor del ser humano; testigo de su degradación y de su inexplicable pulsión a la destrucción. Está allí, siempre presente; incluso para mostrar a los hombres el horror posible de su humanidad, para despertarles lucidez y comprensión ante lo que ellos pueden llegar a ser en sus momentos más sombríos.