El dilema es buscar una salida democrática ahora y acortar el camino del sufrimiento del país, o esperar que el sistema colapse por su propio peso
La semana pasada el presidente Daniel Ortega, candidato a la reelección para un quinto período de Gobierno, ejecutó un nuevo golpe de Estado contra el derecho constitucional de los nicaragüenses a elegir y ser electos en libertad.
Cuando solamente faltan cinco meses para las elecciones del 7 de noviembre, Ortega se adelantó a sacar de la competencia política a cuatro precandidatos presidenciales de la oposición. Todos fueron apresados por la Policía, inaugurando las leyes represivas aprobadas en 2020 para fabricarles graves delitos penales que conduzcan a inhibirlos de participar en la competencia electoral.
El miércoles dos de junio, una jueza ordenó el allanamiento y arresto domiciliar de mi hermana Cristiana Chamorro, precandidata procesada y enjuiciada por presunto lavado de dinero y sin que exista una sentencia firme, la despojó de sus derechos políticos; y tres días después, la Policía capturó en el aeropuerto al precandidato Arturo Cruz, quien se encuentra detenido en El Chipote, acusado de violar la Ley 1055, llamada “Ley de Soberanía”, con la que de forma discrecional le pretenden imputar el presunto delito de “traición a la Patria”.
Este martes 8 de junio la Policía ejecutó una redada de opositores al amparo de la misma Ley 1055 que criminaliza como “conspiración, injerencia extranjera, terrorismo y desestabilización”, cualquier acción de protesta cívica en demanda de elecciones libres. En menos de doce horas, fueron encarcelados los precandidatos presidenciales Félix Maradiaga, cuando salía de declarar de la Fiscalía al mediodía, y Juan Sebastián Chamorro, tras el allanamiento de su vivienda en horas de la noche. También fueron apresados por la misma causa la activista Violeta Granera, de la Unidad Nacional Azul y Blanco, y el expresidente del Cosep, José Adán Aguerri, miembro de la Alianza Ciudadana. La cacería continuó este miércoles en León, donde el comisionado Fidel Domínguez, el símbolo más conspicuo de la represión, exhibió como trofeo de caza al directivo de la Coalición Nacional José Pallais, y en Managua se emitió una orden de captura contra el expresidente de AmCham, Mario Arana, miembro de la Alianza Cívica.
Además de estas ocho figuras del liderazgo cívico y político, dos exfuncionarios de la Fundación Violeta Barrios de Chamorro se encuentran detenidos, y más de 30 periodistas y directores de medios de comunicación han desfilado por la Fiscalía en la causa por “lavado de dinero” contra Cristiana Chamorro, en una operación de intimidación contra la prensa independiente en la que ya se ha invocado la amenaza de cárcel de la “Ley Mordaza”.
¿Por qué una escalada represiva para eliminar la competencia política, si la maquinaria del fraude del FSLN tiene el control absoluto del sistema electoral, desde los magistrados hasta las Juntas Receptoras de Votos? ¿Por qué sumar cuatro prominentes precandidatos presidenciales como rehenes políticos, a los más de 120 presos políticos que están en las cárceles, si como ha dicho Ortega el régimen no tiene ningún plan de negociación política inmediata, hasta 2022, después de reelegirse en las elecciones de noviembre?
Bajo una premisa de racionalidad democrática, es imposible entender por qué Ortega decidió darle el golpe de gracia a las elecciones, pero bajo la lógica de la radicalización política autoritaria, caben al menos dos interpretaciones.
La primera es que esta embestida responde al imperativo político de Ortega y Murillo de seguir en el poder a cualquier costo. Unas elecciones competitivas, aún sin garantías ni observación internacional, representaban una amenaza letal para la sobrevivencia del régimen. Desde que estalló la insurrección cívica en abril 2018 demandando elecciones anticipadas, la pareja presidencial sabe que ya perdió las elecciones de noviembre. Los responsables del “Vamos con todo”, la masacre del Día de las Madres, y la “Operación Limpieza” saben, además, que la derrota ante un candidato único de la oposición podría ser abrumadora, sin dejarles ningún margen para seguir “gobernando desde abajo”. En consecuencia, decidieron eliminar la competencia política y replicar el modelo de 2016 del FSLN como partido hegemónico, concurriendo en solitario con los partidos zancudos y colaboracionistas.
Para alimentar el fanatismo de sus partidarios disponen de una justificación política aberrante, y es que supuestamente están castigando con la “ley” a sus competidores políticos porque son culpables de promover un “golpe” auspiciado por la injerencia extranjera. Pero la mayoría política azul y blanco del país, que no simpatiza con ningún partido político, sabe que en Nicaragua el único golpe de Estado lo ejecutó Ortega “desde arriba” desde 2007 cuando violó la Constitución, demolió el Estado de derecho y, después de la matanza de abril 2018, conculcó las libertades constitucionales al imponer el estado policial de facto.
La segunda, y esto es lo más peligroso para el futuro del país, es que para mantenerse en el poder sin democracia ni elecciones libres, Ortega está dando el salto al vacío de la radicalización, adoptando en lo político los modelos de Cuba y Venezuela, sin estatizar la economía. La captura de los cuatro precandidatos presidenciales y de líderes del sector privado como rehenes políticos, conlleva un mensaje hacia el empresariado, la administración Biden, y la comunidad internacional, ante los que Ortega intentará imponer sus nuevas reglas del juego a partir de 2022, en una negociación posfraude electoral, con el agravante de la pérdida total de la legitimidad de su Gobierno.
Ciertamente, no se puede desestimar la capacidad del régimen de prolongar su agonía por un tiempo, después que se ha atornillado en el poder a punta represión y a la vez ha administrado razonablemente bien la macroeconomía, aun en medio de tres años consecutivos de recesión económica. Pero al colocar su reelección y a su propio gobierno al borde del abismo de la ilegitimidad, la radicalización de Ortega se convierte en un lastre adicional a la falta de viabilidad de su modelo a mediano plazo. A final de cuentas, todo dependerá de la respuesta de los grandes empresarios y los gremios empresariales, y si estos se someten a un esquema semejante al que colapsó el 18 de abril de 2018, o asumen un compromiso con el cambio democrático.
La salida para restablecer el camino hacia elecciones libres –con o sin Ortega y Murillo en el poder– depende, principalmente, de la resistencia cívica del pueblo y del liderazgo de la oposición. Pero, también, el liderazgo moral más creíble del país –los obispos de la Conferencia Episcopal de la Iglesia católica-, y los grandes empresarios y las cámaras empresariales, están confrontados ante el desafío de la radicalización del régimen. El dilema es poner los límites ahora, para acortar el sufrimiento del país en pérdidas humanas, el cercenamiento de las libertades, y los costos económicos y sociales de la crisis, o esperar que el sistema colapse por su propio peso, a costa de mayores sacrificios para todos. Mientras tanto, la escalada represiva no se detendrá en los próximos meses. Todos los nicaragüenses, en la indefensión, somos rehenes de la dictadura.
@cefeche