Tres cumbres (G-7, Europa-EE.UU y OTAN) y numerosos encuentros bilaterales en apenas una semana, supuestamente para definir los tiempos que corren y afrontar actuales y futuros “desafíos”. Occidente (y sus socios asiáticos) han intentado coreografiar un marco general de respuestas convincentes. El problema es que difícilmente podían hacerlo cuando no se perciben con demasiada claridad las incógnitas o no existe un consenso completo sobre ellas de puertas adentro.
La OTAN y el G-7 han sido mecanismos de la geometría variable del dominio occidental frente al enemigo soviético (el primero) o las crisis cíclicas del capitalismo desde la década de los setenta (el segundo). Desde los años noventa, han intentado adaptarse a los cambios, pero siempre con el objetivo primordial de mantener su pilotaje del orden mundial.
En la actualidad, los adversarios han cambiado. China, desde luego; e incluso Rusia, que se asienta sobre parte del territorio de la URSS y con similar capacidad militar, pero con distintos objetivos políticos. La naturaleza del conflicto sigue siendo el pulso por determinar la hegemonía mundial, pero no como antaño, mediante dos sistemas económicos opuestos (capitalismo y comunismo), sino a través de la confrontación de diferentes modelos de capitalismo, el liberal y el autoritario (o de Estado).
La presente confrontación no está basada fundamentalmente en supuestos ideológicos, aunque los contendientes sostengan instituciones políticas diferentes. China se aferra al partido único y la unidad funcional del Estado. Rusia es, formalmente, una democracia mixta, presidencialista y parlamentaria, si bien los mecanismos de división y equilibrios de poder poco tienen que ver con los liberales u occidentales.
Las “adaptaciones” de la OTAN
Las cumbres occidentales de esta semana pasada han asumido la propuesta americana de considerar a China como un “desafío” presente y futuro. En su ámbito, la OTAN ha denunciado sus “declaradas ambiciones y su asertivo comportamiento”, que suponen una amenaza para el orden liberal (1). Este “giro hacia China” de las prioridades atlantistas supone una nueva adaptación estratégica. La primera tuvo lugar en los primeros años 90, cuando se quiso convertir a los países subsidiarios del Pacto de Varsovia de adversarios en aliados y hacer de la Alianza una especie de organización preventiva de seguridad, en la que la nueva Rusia fuera concebida como socia y no como enemiga. Ocurrió todo lo contrario. La intervención “fuera de zona”, en las guerras yugoslavas (Bosnia y Kosovo), a favor de unos contendientes y en contra de los serbios, tradicionales aliados de Rusia, desataron los recelos rusos. La presencia norteamericana en Europa se consolidó, pero intranquilizó sobremanera a Rusia cuando la lógica expansiva de la Alianza trató de llegar hasta sus fronteras (Ucrania).
La segunda adaptación se produjo tras el impacto del 11 de septiembre de 2001, en la primera década del siglo, cuando la OTAN se movilizó detrás de Washington para una operación militar de castigo en Afganistán, donde se escondían los autores intelectuales del primer ataque múltiple sufrido por Estados Unidos en su territorio desde Pearl Harbour. La sarta de mentiras que extendió la guerra a Irak sólo agravó las cosas, pero consolidó la retórica de las “nuevas funciones” de la Alianza: la lucha contra el terrorismo islamista. La fallida “primavera árabe” agudizó los conflictos regionales y evidenció límites y contradicciones de esa nueva adaptación, dejando un reguero de fracasos (Afganistán, Libia, Siria, Irak.). Tras llevar la yihad a territorio occidental, el terrorismo fue contenido, pero no eliminado.
Cumplidas ya tres décadas desde la desaparición de la URSS, y con el mundo más inestable y peligroso, la OTAN aborda su tercera adaptación estratégica: identifica a un “nuevo adversario” (China) y reconfigura “al de siempre” (Rusia, heredero transformado de la URSS). Una Alianza “transformada” encuentra nuevos frentes y motivos para seguir activa (2). Y, con ello, la presencia de Estados Unidos en Europa, después de unos años, los de Trump, en los que la simpleza con la que el entonces líder de la Alianza quería resolver las tensiones y contradicciones aliadas puso muy nervioso al establishment político-militar y estratégico.
El “regreso” de América
Biden ha venido a Europa a proclamar que “América está de vuelta”, es decir, a poner las “cosas en su sitio”, a Estados Unidos no sólo en el corazón de la defensa Europa, sino también en la vanguardia del combate frente a adversarios que, se dice, no usan las armas propias de la guerra fría, sino herramientas más insidiosas (3). A saber: ciberataques contra infraestructuras, desleales prácticas comerciales, espionaje y pirateo de la propiedad intelectual, extorsión de países en desarrollo mediante la engañosa seducción de inversión y la construcción de infraestructuras, interferencias ilegítimas en procesos electorales, persecución y eliminación de opositores y disidentes, asfixia y persecución de minorías, hostigamiento y/o desestabilización de vecinos, etc.
Ahora, como antes, se trata de combatir con más eficacia por la supremacía mundial. No ha cambiado la naturaleza del conflicto, pero sí las reglas y, desde luego, el entorno. China no quiere liderar la revolución mundial ni implantar su modelo político. Quiere aprovechar el sistema económico mundial (alterando las reglas que sea preciso) para cumplir con su designio: alcanzar la hegemonía planetaria y hacer del XXI el siglo de China. Rusia es más modesta: pretende sobrevivir en su replegado poderío y asegurarse un cinturón de seguridad más reducido que el soviético, pero más seguro. En los dos casos, no hay un discurso ideológico combativo, salvo un nacionalismo práctico y sincrético.
Biden está elaborando una suerte de doctrina para dar cobertura a su empeño: el imperativo moral de que las democracias triunfen sobre las autocracias. Apela al desafío experimentado en su propio país. En su discurso inaugural proclamó que “la democracia ha prevalecido en América”, pese a cuatro años de deriva autoritaria-populista, el intento de deslegitimar los resultados electorales de noviembre y el asalto el Congreso en enero.
Sin embargo, el nuevo presidente norteamericano no debe desconocer que Trump y el trumpismo siguen vivos y han colonizado al Partido Republicano y que en muchos estados se están aprobado modificaciones legislativas que restringen, o dificultan el derecho al voto. La democracia americana está más amenazada que nunca. Desde dentro.
Una estrategia por cuajar
Los aliados comparten en líneas generales el diagnóstico sobre China (y Rusia), pero, comunicados aparte, cada uno se acomoda a la realidad a su manera y según su conveniencia. Estados Unidos libra un combate decisivo contra un rival que le disputa el puesto que ahora ocupa. Europa, en cambio, como actor importante pero secundario, ha querido hasta ahora evitar una confrontación directa con el antiguo Imperio del Medio. Hay muchos intereses económicos en juego. Estados Unidos puede llegar a plantearse el decoupling (desanclaje) de su economía y la de China, a pesar de que no está tan claro que eso le beneficiara. Europa no se lo puede permitir (4). Con la URSS nunca se construyó un sistema económico integrado como antídoto de las amenazas militares; con China, no se ha hecho otra cosa desde los 80, pese a retrocesos y dificultades. De ahí la prudencia europea en este proceso aún incierto (5).
Otro factor que condiciona el nuevo posicionamiento de la OTAN aún por desarrollar y estructurar es la consolidación de la convergencia de intereses entre Pekín y Moscú. Ya se ha avanzado notablemente en el terreno político y militar. Sus economías son complementarias, aunque los límites de una cooperación más amplia son notables (6). En todo caso, no es juicioso esperar que chinos y rusos permanezcan de brazos cruzados y esperen a que esta estrategia occidental se resuelva en un rumbo más pragmático.
Frenar o condicionar esa convergencia ruso-china es uno de los objetivos de actuación que se plantea la Administración Biden en su esfuerzo por encuadrar las tensas relaciones con el Kremlin (7), que están en el nivel más bajo de los últimos treinta años, según admiten ambas partes. Aquí se presenta una suerte de “cuadratura del círculo”: cómo presionar a Moscú para “contener” sus malos hábitos, sin irritarlo lo suficiente para evitar la ruptura y el acercamiento aún más estrecho a Pekín. La cumbre Biden-Putin en Ginebra ha salido como se esperaba. Un esfuerzo por presentar las profundas diferencias y reproches con amabilidad, pero sin concesiones ni avances. No deben esperarse cambios a corto plazo.
Notas
(1) https://www.nato.int/cps/en/natohq/news_185000.htm?selectedLocale=en
(2) “The future of NATO in an order transformed”. BRUCE JONES. BROOKINGS, 14 de junio.
(3) “Joe Biden worries that China might win. THOMAS WRIGHT. THE ATLANTIC, 9 de junio.
(4) “The World might want China’s rules”. STEPHEN WALT (HARVARD). FOREIGN POLICY, 5 de mayo;
(5) “Pour l’OTAN, la Chine représente desormais un ‘défi sistémique’ por l’ordre mundial”. LE MONDE, 15 de junio.
(6) “China and Russia’s dangerous convergence”. ANDREA KENDALL-TAYLOR y DAVID SHULLMAN. FOREIGN AFFAIRS, 3 de mayo; “Is Putin really considering a military alliance with China? ALEXANDER GABUEV. CARNEGIE MOSCOW, 3 de diciembre.
(7) “How Biden should deal with Putin”. MICHAEL MCFAUL. FOREIGN AFFAIRS, 14 de junio.