Tras cada cita europea, Joe Biden ha exhibido una pieza del engranaje trumpista ahora en pleno desmontaje. En Cornualles, la hostilidad de la nueva Administración hacia el Brexit, que Boris Johnson pretende perpetuar con una batalla sin fin, aun a costa de los acuerdos de paz en el Ulster. También el comunicado final del G-7, esos compromisos en la gobernanza del mundo que Donald Trump despreciaba. En Bruselas, la solidaridad transatlántica primero, expresada en el artículo 5 del Tratado de la OTAN sobre el auxilio entre socios ante un ataque exterior, y luego la amistad con los europeos unidos, todo lo que Trump detestaba. En Ginebra, finalmente, las líneas rojas ante Vladímir Putin, el autócrata adulado por Trump que se vengó de la derrota geopolítica sufrida por Rusia en la Guerra Fría con la interferencia electoral en Estados Unidos.
Esta gira es solo el comienzo. Sirve para recuperar a los amigos y marcar el campo de juego a los enemigos. A Rusia ante todo, pero también a China, el adversario estratégico, con potencial para disputar a Estados Unidos el liderazgo mundial y a los países democráticos la asociación entre la prosperidad y el bienestar con el Estado de derecho y las libertades individuales. Esta reunión de Ginebra, en la que el presidente ruso aparece como el interlocutor reconocido, es el último rendimiento de la victoria de Trump en 2016. A cambio recibe directamente de manos de Biden el mapa de los límites que no debe traspasar a riesgo de encontrarse con una Casa Blanca que abomina de las simpatías trumpistas con los regímenes autoritarios.
Es elocuente el lugar elegido para el encuentro. Nos habla del mundo bipolar, de las cumbres históricas entre rusos y estadounidenses y, sobre todo, del encuentro entre Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov en 1985, que representó el principio del fin de la Guerra Fría, con un desenlace que Putin calificó como “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”. Solo en su cabeza tiene algo que ver aquella cumbre en plena era nuclear con la presente reunión en la época de las ciberguerras. Entonces se trataba de establecer unas relaciones de confianza, ahora solo de recuperar la previsibilidad y la estabilidad. Rusia y EE UU y sus presidentes están en el peor momento de sus relaciones desde entonces y lo único que se puede esperar ahora es que no empeoren aún más las cosas entre ellos.
Biden llegó a Ginebra reforzado, en vías de recuperar el título de líder del mundo libre que Trump había tirado. Le falta todavía la difícil garantía de irreversibilidad: que ni Trump ni otro trumpista le conviertan en un paréntesis para regocijo de Putin en sus 25 años seguidos de autócrata. En torno a su presidencia están cerrando filas las democracias, por lo que no puede extrañar la reacción simétrica de las autocracias. Moscú creó el Pacto de Varsovia en 1955 en reacción a la firma del Tratado del Atlántico Norte en 1949 y, especialmente, a la incorporación de la República Federal de Alemania a la OTAN.
El núcleo de la nueva alianza autocrática ya existe. Putin es el primer espadachín, pero quien mandará es Xi Jinping. El peligro que representa Rusia es sobre todo táctico, circunstancial, como potencia eficaz en la desestabilización y aprovechamiento de las debilidades ajenas. El ascenso de China, en cambio, conduce a un serio proyecto de hegemonía económica, política y militar, primero en Asia, el nuevo centro o pivote del mundo, y luego, gracias al control del centro, de todo el planeta. Si esto es una guerra fría, no es Putin quien representa el otro polo, sino Xi Jinping, el auténtico interlocutor en el diálogo estratégico del futuro.