Mi figura colgaba de un poste en el caluroso mediodía de aquel pueblo llanero. Al pueblo le fijaron las 5:00 de la tarde, buena hora para quemarme con la fresca. Mi sobrino Rubén Herrera, cantor de música llanera, me advirtió: “Tío, écheme la bendición y no se aparezca por el Guárico, más allá de Santa María, porque usted es el Judas al que van a quemar este año, ¿le parece poco?, usted dejó a esa gente sin fiesta y sin domingo, eso nada más le digo, váyase por la costa”.
Corría 2009 y yo presidía la Comisión de Ambiente de la Asamblea Nacional, donde un grupo de personas introdujo una ley de protección a la fauna. Un día entró a mi oficina un hombre joven, se quitó la camisa y me mostró la espalda, lacerada de cicatrices. Me contó que hacía una exhibición con su traje de torero en Margarita y cuando salió fue atrapado por damas de la sociedad protectora de animales. La multitud le rompió la ropa y con un estilete lo puyaba para que sintiera lo que siente el toro en las corridas. A la semana siguiente recibí a las “justicieras” y me confirmaron la versión del novillero, sentenciando: “a esa no le quedan más ganas de torturar a un animal”.
Antes de aprobar un solo artículo, se corrió que allí prohibíamos los toros coleados y las peleas de gallos. Dijeron que el autor del desaguisado era un diputado comeflor, ignorante de la llaneridad. A los protectores de animales les dieron esta versión de mi prontuario: en mi adolescencia habría sido becerrero (cierto) y, de adulto, coleador (incierto). Ambos bandos me quemarían el Domingo de Resurrección. Pero solo los llaneros redujeron a ceniza, entre insultos, petardos y triki-traki, aquel monigote que lucía mi nombre en el pecho.
La Ley se aprobó sin prohibir nada, al igual que un reciente acuerdo que para nada afecta a San Antonio (Dios me libre) ni al tamunangue. Ya aclaré a mi cuñada y a mis guaras sobrinas políticas, nacidas y criadas en Lara, que no abolí el día de San Antonio (eso es potestad de Francisco I), ni mucho menos sus celebraciones. Pero, otra vez, no faltan los que quieren torturar al torero y quemar a Judas. Y todavía hay gente, me cuentan, que de Santa María de Ipire para allá me recuerda con rabia porque yo los dejé sin sus fiestas, aunque cada domingo vayan a la manga.