Eros Labara: El germen del postfascismo en Europa

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El 23 de marzo de 1919 Benito Mussolini se reunió junto a numerosos ex combatientes de la Primera Guerra Mundial en la plaza de Santo Sepulcro de Milán para fundar los Fasci italiani di combattimento, el movimiento fascista que en poco más de tres años conseguiría hacerse con el poder en Italia.

El Duce implantaría en poco tiempo una dictadura y se convertiría en un líder de masas del que el mismo Hitler acabaría copiando gestos y métodos para alcanzar el poder en Alemania. A día de hoy, se vuelve a hablar del fascismo de la primera mitad del siglo XX y se realizan múltiples comparaciones para referirse al actual auge de los partidos de ultraderecha en Europa. Más allá de las evidentes similitudes que se puedan encontrar, hay notables diferencias con la situación sociopolítica de la actualidad que conviene analizar.

Entre 1919 y 1920, tras el final de la Primera Guerra Mundial, se dio en Italia un conflicto social de grandes proporciones que se conoce como el Biennio rosso. Se trató de un periodo de grandes tensiones políticas en un contexto de profunda crisis económica e inestabilidad laboral. La clase trabajadora italiana veía en la reciente revolución bolchevique de 1917 un ejemplo sobre el que apoyarse para mejorar sus vidas y acabar con la duras condiciones laborales que sufrían. En cambio, los patrones, industriales y terratenientes consideraban que el ambiente pre-revolucionario que se vivía en el país suponía un riesgo letal para sus ambiciones económicas.

Eran años de huelgas, manifestaciones y ocupaciones de tierras y fábricas donde la brutal represión de las fuerzas estatales dio lugar a un apoyo masivo de los obreros a los partidos políticos socialistas. Este caldo de cultivo revolucionario motivó el nacimiento del movimiento fascista de Mussolini y fue apoyado masivamente por la alta burguesía italiana que no dudó en financiar al Duce y sus squadristi para atemorizar y asesinar a los obreros y líderes socialistas.

La respuesta violenta de las élites italianas al auge de las fuerzas socialistas y la permisividad institucional y pasividad de las demás fuerzas políticas llevó al país a una situación extrema cercana a la guerra civil. Inicialmente subestimado, en cuestión de pocos años, Mussolini encabezaría la Marcha sobre Roma y se convertiría en presidente del Consejo de Ministros de Italia en un breve mandato sustentado por una coalición de partidos. Poco tiempo después y tras cambiar la ley electoral, instauraría una dictadura fascista en el país prohibiendo la participación política de todos los partidos de la oposición.

Un contexto social diferente

La ultraderecha está en auge en prácticamente toda Europa. En el caso de Francia, Italia o España, su crecimiento se da a pasos agigantados y actualmente se encuentran en posiciones favorables para la formación de futuros gobiernos, según las últimas encuestas.

Recientemente, además, la situación de incertidumbre que ha forzado la pandemia podría resultar en un cambio de marcos que volatice de nuevo el sistema de partidos de diferentes países donde los nuevos movimientos ultras se puedan ver beneficiados. Cabe recordar que después de la Primera Guerra Mundial, la población europea también sufrió una pandemia, la fiebre española, la cual se llevó la vida de decenas de millones de personas.

De la misma manera, la crisis económica de posguerra y la profunda crisis que el capitalismo estaba sufriendo llevó a que la situación sociopolítica e institucional de algunos países se degenerara con numerosas tensiones y conatos revolucionarios.

La historia siempre supone un punto de apoyo sobre el que tratar de entender los procesos actuales. Resultaría difícil entender la historia reciente sin analizar antes los movimientos fascistas y socialistas del siglo XX. Trazar una comparativa histórica y comprender los recorridos sirve para analizar mejor la realidad que se vive hoy y poder combatir mejor las ideas en liza.

Por ello, conviene apuntar que el auge del fascismo es ante todo una historia de violencia y degradación institucional llena de complicidad de autoridades, políticos, empresarios y prensa con los crímenes y asesinatos fascistas que los squadristi estaban acometiendo en toda Italia con total impunidad.

El horror de los múltiples asesinatos y la oscura sombra que proyectaba una más que probable guerra civil sobre Italia acabaría por conformar un tablero de bandos donde el fascismo consiguió el vital apoyo de la burguesía ante la pasividad –y también complicidad– de una anquilosada clase política inerte ante los acontecimientos que sacudían al país.

En efecto, conviene recalcar que el fascismo clásico de Mussolini supuso la respuesta de los industriales italianos al auge de los partidos socialistas y la gran movilización de las masas obreras. Las numerosas ocupaciones de fábricas y huelgas empezaban a amenazar seriamente los lucrativos negocios de la burguesía italiana, por lo que empezaron a financiar a los Fasci de Mussolini como forma de contrarrestar el gran poder e influencia que albergaban socialistas y comunistas.

Sin duda, un extendido discurso antipolítica y una imagen degradada del ejercicio público de la política parlamentaria –muy latente también en la actualidad– sirvió de caldo de cultivo para que el ambiente pre-revolucionario de la época cristalizara en un movimiento fascista que se presentaba estratégicamente en sus inicios como apolítico y antipartidista, tratando de recoger así los frutos del hastío social y el extendido descontento popular.

A pesar del empeoramiento progresivo del bienestar social, resulta difícil encontrar hoy la profunda concienciación de lucha de clases que motivó la masiva fuerza obrera y el auge del fascismo italiano durante los primeros años de la década de 1920.

En la actualidad, se vuelve a hablar de fascismo para referirse al auge de los nuevos partidos políticos que se identifican con un sentimiento ultranacionalista y destacadamente antisocialista, pero resultaría errónea la comparación a la hora de analizar la incertidumbre y crispación política de hoy si se sustrae del análisis el convulso y violento contexto de los años del auge del fascismo clásico.

La realidad social sobre la que se asienta este resurgir fascista no se corresponde a la de los convulsos años veinte y treinta del siglo pasado, pero sí que es fácilmente identificable en el discurso y estrategias empleadas por los partidos ultraderechistas de hoy.

El odio como esencia de la ultraderecha

Así pues, con la mirada puesta en la historia, resulta necesario advertir del peligro que supone el auge de la extrema derecha para la vida en democracia. La polarización y la radicalidad de los discursos radicales de hoy responden a un interés por llevar el odio al centro del tablero político para así poder instrumentalizarlo a su favor.

En los discursos identitarios promovidos por la ultraderecha y su defensa de unos valores tradicionales específicos, se entrevé una pretensión populista y autoritaria de salvaguarda y protección del statu quo desigual por medio de la contraposición de un supuesto enemigo de la patria.

Toda ultraderecha se nutre en esencia del hartazgo político y la desconfianza en contextos débiles, pero, sobre todo, del odio; hilo conductor de la instrumentalización del patriotismo y la identidad nacional para lograr sus fines políticos. Para ello, resulta necesaria la confrontación clásica antagónica y la provocación, es decir, la conformación de un ellos frente a un nosotros basado en una idea nativista y populista de cooperación entre clases para hacer frente a ese supuesto enemigo, ya sea interno o externo, que amenaza los valores identitarios nacionales.

La principal arma y la más efectiva del postfascismo es la búsqueda de la difuminación simbólica de las desigualdades entre clases a través de la conformación de valores en torno a una identidad nacionalista unificadora y de identificación comunitaria. La conmemoración del pasado “glorioso”, la amenaza externa común –hoy focalizada en la inmigración– y el refuerzo de los mitos nacionales son elementos propagandísticos y proselitistas con un enorme empuje en el imaginario nacionalista del postfacismo.

Fascismo del siglo XXI

Al igual que en el pasado, el surgimiento actual de la extrema derecha responde a unos intereses específicos posicionados con los de las élites y el temor de éstas a la pérdida de privilegios en un contexto de incertidumbre económica global. El fascismo clásico no hubiera podido hacerse con el poder sin el apoyo financiero de las oligarquías económicas, de cierta clase política afín y de la crucial acción de las fuerzas armadas del Estado.

Su auge se tradujo en un reforzamiento y consolidación de las dinámicas del capitalismo, en tanto que las élites dominantes acabaron beneficiándose de sus políticas económicas e influencias sobre la sociedad de la época. El detonante del germen postfascista se podría interpretar como una competición por el poder en un contexto de inflexión histórica con un entorno de alta incertidumbre social y económica, no entendido solo como riesgo, sino también como oportunidad.

En numerosos análisis recientes, el crecimiento de apoyos a la ultraderecha se trata de explicar a través de diferentes prismas como el creciente descontento social en contextos de crisis y precariedad, la desconfianza creciente hacia las instituciones, la degradación de los partidos tradicionales o las motivaciones aspiracionales de un frustrado potencial de clase media. Sin duda, las fuerzas políticas de ultraderecha también se han visto favorecidas por una progresiva y cada vez más profunda erosión de los lazos comunitarios y de identidad de la clase trabajadora actual, así como la pérdida de poder de sus vínculos y representaciones sindicales y políticas.

Por ello, resulta difícil atribuir la polarización a simples clivajes económicos que se traducen en los clásicos izquierda y derecha. La división social entre fascistas y comunistas o socialistas es, por tanto, una entelequia, más propia de la publicidad con fines electorales que de una verdadera alusión a la realidad realmente existente. Sin embargo, su simple evocación puede ser potencialmente peligrosa para la convivencia pacífica y verdaderamente efectiva para las pretensiones políticas de la extrema derecha.

El papel de la globalización y la desregularización financiera en el desigual reparto de las riquezas, así como el declive de la concienciación social fruto de la mercantilización totalizadora y un imbuido individualismo neoliberal en constante competición, suponen elementos recientes y escenarios nuevos que deben introducirse en los debates que tratan de desgranar el significado del postfascismo.

Los esquemas del siglo XX pueden servir de esencial apoyo histórico y como forma prioritaria para entender estrategias políticas, pero difícilmente darán respuestas efectivas en términos de disputa ideológica pragmática si no se incluyen en los análisis las transformaciones sociales y económicas que se han producido durante las últimas décadas.

El postfascismo actual se puede entender como el intento de reforzamiento a la defensiva de las dinámicas neoliberales en clave nacional para, de esta manera, lograr preservar el poder de las élites capitalistas nacionales. En las propuestas políticas de la ultraderecha se puede observar que el sistema económico de libre mercado no está en cuestión y, si lo está, surge más como estrategia retórica para la conformación de un imaginario que les relacione con los intangibles políticos del anti establishment que como realidad de sus propuestas.

El principal objetivo de las élites nacionales es, en realidad, un mejor acceso y posición dentro del mercado. Las demandas de reducción de impuestos, la privatización y el desmantelamiento de los servicios públicos responden a una intencionalidad de mayor acumulación de capital y rentabilidad en un contexto de alta competición frente a otros agentes europeos e internacionales, principalmente, ante las poderosas empresas transnacionales. Si la derecha europea tiene similitudes discursivas con la ultraderecha postfascista se debe a que el nexo ideológico es fundamentalmente neoliberal.

La historia como advertencia

En la ultraderecha de hoy, el postfascismo se hace evidente en el mismo empleo de métodos y terminología reaccionaria para polarizar al electorado y desdibujar a la oposición como una especie de peligroso enemigo que acecha sobre los valores nacionales. Agitar el miedo al bolchevismo era parte del discurso habitual de los fascistas italianos con el que trataban de justificar su violencia. Esta estrategia responde a una técnica de atrezo que se sirve de la provocación y la mentira para canalizar pasiones –como es el caso actual de la inmigración y las fake news– y propiciar así una atmósfera de odio y bandos que refuerza una posición favorable para la ultraderecha.

Al igual que entonces, en contextos de Estados y democracias deslegitimadas, las enormes desigualdades sociales de la actualidad pueden dar lugar a un mayor extremismo y a un aumento aún más exacerbado de las acciones violentas promovidas por la extrema derecha a través de sus discursos de odio. Los orígenes y las consecuencias de la llegada del fascismo al poder son bien conocidas por todos. No hay que olvidar que Mussolini fue, ante todo, hijo del odio y del ejercicio del miedo a través de la violencia promovida por las élites políticas y económicas italianas. A tenor de los terribles resultados históricos y las enormes referencias precedentes, la banalización del fascismo resulta temeraria y profundamente peligrosa.

Ocurrió y, por lo tanto, puede volver a ocurrir, advertía el escritor italiano y superviviente del holocausto Primo Levi. La atmósfera de odio y violencia es inherente al fascismo, por lo que un mayor crecimiento e influencia de los partidos postfascistas puede acabar por dinamitar el sistema democrático vigente y forzar la quiebra del marco común de derechos humanos. Es por ello que el auge del postfascismo supone, a día de hoy, la mayor amenaza a la que se enfrentan las democracias.

 

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