La Real Academia Española define el blablá como un discurso vacío de contenido, largo y sin sustancia, y muchas veces con tonterías o desatinos. Si le agregamos una sílaba más, es decir bla-bla-bla o blablablá, la RAE le agrega dos acepciones: Onomatopeya para imitar el ruido de la conversación ininterrumpida e insustancial y discurso vacío de contenido. En la antigua Grecia el término equivalente era “bar, bar, bar”. Tomado de la misma raíz que la palabra bárbaro, significaba que las palabras dichas eran ruidos sin sentido.
En 1995 la compañía de impresoras Xerox utilizó las sílabas “blah blah” para recalcar la impresión con la frase “dont´read this”. Algo así como “esto no lee”. En estos tiempos contemporáneos la oratoria y el fino verbo de Cicerón y otros filósofos griegos quedó atrapada por el voraz apetito de decir mucho y no hacer nada. Lo más importante es la palabrería, no la actuación. Nadie hace nada por nadie. Y mientras tanto: bla, bla, bla. Ver hablar y escuchar a alguien con una cierta riqueza de vocabulario, formalidad y una expresión apelativa que atrae nuestro sentimiento de cambio, parece suficientemente interesante como para alimentar nuestro espíritu y guardar nuestras inquietudes para otro momento.
Bla, bla, bla es el lenguaje que han usado, y lo siguen haciendo, emperadores, dictadores, gobernantes de derecha o de izquierda y políticos desde siglos atrás. Parodiando al politigato, bla bla bla, resultado: trajes nuevos. “En épocas de confusión y malestar, -dice el abogado y ensayista político José María Ruíz Soroa- brotan los arbitristas, esos seres que tienen, o creen que tienen, la capacidad de identificar con precisión la causa de los males de la sociedad y, además, la de encontrar y señalar su solución que casi siempre suele ser sencilla, directa y fácil. Si sus descubrimientos son presentados como algo novedoso y sus propuestas son rompedoras, el éxito de audiencia está asegurado, aunque sea nula la contribución que finalmente hacen al conocimiento humano”.
Arbitrista, eran las personas que en los siglos XVI y XVII elevaban memoriales -especie de bla, bla, bla- al rey o a las Cortes con propuestas de todo género para resolver problemas de la Hacienda y del Estado, enmarcadas frecuentemente dentro de planes o proyectos con rasgos extravagantes o utópicos. Es decir, “era poco más que una ocurrencia poco fundamentada y menos desarrollada, aunque, eso sí, diseñada con habilidad para provocar la atención de los medios. En una conferencia de prensa, el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, expresó que, durante la sesión de trabajo con el Grupo de los 20 países industrializados y emergentes, escuchó unas palabras que le intrigaron: resiliencia, holístico y empatía. Las cuales, según él, eran usadas con mucha frecuencia por los expositores.
Lo procedente en un caso como el anterior, sería consultar rápidamente un diccionario para conocer el significado de esas palabras e integrarlas a nuestro acervo lingüístico, sin descalificarlas. Claro, esto también enriquece el bla bla bla de López Obrador para desviar la atención y poner a periodistas y escritores a escribir durante mucho tiempo sobre el supuesto desconocimiento del mandatario, por cierto, caso muy parecido al de Maduro y su pantorrilla. López Obrador es un viejo zorro político y sabe dónde está la madriguera para esconderse detrás de las palabras.
Sirva la anterior referencia para hacer algunas consideraciones sobre la importancia de enriquecer diariamente nuestro vocabulario, no para ser culto, ilustrado, lo cual también se vale, sino para enriquecer nuestro razonamiento, argumentar mejor nuestras ideas y con ello comunicarnos en forma eficiente. Las palabras, también, dan cuenta de sentidos, símbolos y pensamientos, y constituyen el marco comunicativo entre los seres humanos. Así pues, las palabras y su enlazamiento en una argumentación es la parte esencial para relacionarnos, de ahí la importancia de contar con un buen vocabulario.
Como articulista, creo firmemente, que entre más palabras tengamos, mejor podremos comunicarnos y transmitir nuestras ideas. Las palabras son hermosas cuando buscan un sentimiento que enamore, que conquiste, que resuelva problemas entre humanos. El aprendizaje de nuevo vocabulario no es un privilegio para algunos, es una posibilidad que tenemos todos. Depende de nosotros, no solo aprender nuevas palabras, sino integrarlas en nuestras argumentaciones, porque cuando rechazamos una expresión, también rechazamos su significado, el cual nos podría ayudar a denominar una situación específica.
En el venidero torneo electoral, para descalificar a los oponentes, es casi seguro que saldrán al ruedo algunas palabras que hoy duermen el sueño de los justos; tal es el caso de achanchado, alcornoque, armatoste, badulaque, bagayo, bataclana, batifondo, balín, barrilete, batilana, berretín, bufarrón cafúa, carcamán, camandulero, cusifai, escabechina, fiaca, fifar, engayolar, engrupido, tricota, troncha, hurgueto y otras muy buenas para entretener escorpiones, lobos, zorros, y otros animales salvajes que ya se enfilan hacia la gatera.
Mientras llega el nuevo clásico electoral, donde la crítica especializada asoma al caballo bla, bla, bla, como línea nacional, recuerdo la frase del pedagogo y escritor canadiense Laurence J. Peter: “La democracia es un proceso por el cual las personas son libres de elegir al hombre que tendrá la culpa de todo”.
Coordinador Nacional del Movimiento Político GENTE – Noelalvarez10@gmail.com