Manuel Malaver: ¿Por qué no surge en el país una oposición armada?

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Evidentemente que una primera razón hay que buscarla en la doctrina que dejó instalada en la politología de finales del siglo XX y comienzos del XXI la caída pacífica y sin disparar un tiro de la Unión Soviética y, según la cual, la “Guerra Fría”, como estrategia para destruir el comunismo, había sido un fracaso y solo había que tener paciencia y esperar por el tiempo que fuera necesario para ver desplomarse como castillos de naipes a países e imperios que lo tuvieron todo -militarmente hablando-, hasta la capacidad de destruir el capitalismo y la democracia en pocos segundos.

En otras palabras, que se impuso por reductio ad absurdum la paradoja de que los “pacifistas, dialogistas, negociadores y cohabitadores” tenían razón y que, si sus opiniones y políticas hubieran prevalecido en la “Guerra Fría” contra las de los Churchill, Dulles, Eisenhower y Reagan, los Estados Unidos y sus aliados se hubieran ahorrado cientos de miles de muertos y millones de heridos y desaparecidos.

Visión intropectivista que ignoraba el detalle de que mientras pasaban los años de los diálogos y las negociaciones, en los países que sufrían el sistema comunista, cientos de millones de personas, y hasta miles de millones, eran reducidos a la esclavitud, morían de hambrunas y endemias, eran condenados a muerte y cárceles perpetuas por delitos de conciencia y pasaban parte, o toda su vida, en campos de concentración y Gulag.

Realidad espectral, inhumana y retro histórica que continúa en los países comunistas que escaparon al derrumbe del Imperio Soviético, como Cuba y Corea del Norte e intenta reproducirse en aquellos donde el socialismo se ha, sorpresivamente, restaurado como Venezuela y Nicaragua.

La segunda razón por la cual en Venezuela no ha surgido hasta ahora una oposición armada a la dictadura socialista de Chávez y su sucesor Maduro es que en el país de Bolívar el socialismo no llegó por una estrategia de guerra de guerrillas, golpe de Estado, o explosión social violenta, sino a través de un proceso electoral según establecía la Constitución que imperaba en 1998, y que le permitió al candidato Chávez -quien fue encarcelado por encabezar una intentona golpista fracasada el 4 de febrero 1992-alzarse con una mayoría de votos y empezar a gobernar con la promesa de que, ni la Constitución vigente, ni sus derechos, ni sus instituciones serían tocados ni “con el pétalo de una rosa”.

Fantasía en la cual la oposición democrática debió desconfiar desde un primer momento, pues el “paquete chavista” también traía la amenaza de convocar una Asamblea Constituyente, pero que, contra todos los pronósticos que veían en la misma la estructura jurídica para empezar a instaurar la “revolución socialista, anticapitalista y antidemocrática”, dejó la Constitución anterior, la del 61, casi intacta, manteniendo el sistema de partidos, la independencia de los poderes, la alternabilidad en el gobierno y la salvaguarda de los Derechos Humanos como principios fundamentales.

Pero eso es en “el papel”. Porque en los “hechos”, Chávez empezó usando y abusando del carácter presidencialista que se mantenía desde la vieja Constitución, la del 61, y se reforzaba en la nueva, creando las bases de una democracia que era escandalosamente plebiscitaria y populista y ponía las primeras piedras para que las instituciones, que solo debían actuar de acuerdo a lo que pautaba la ley, solo oyeran y se comportaran de acuerdo a los dictados del caudillo.

La primera en ser abordada, atacada e invadida en esta dirección fueron las Fuerzas Armadas Nacionales (que pasaron a llamarse Fuerza Armada Nacional), que rápidamente fue sacada de los cuarteles e incorporada a actividades sociales, como la construcción de viviendas, la limpieza de barrios, la ejecución de tareas sanitarias, la pavimentación de caminos y carreteras, y otras tantas “batallas sociales” que las desdibujaron e incidieron en la pérdida de su apoliticismo y profesionalismo

Pero el status quo post constituyentista trajo otras novedades; como pudieron ser el nombramiento de un nuevo Consejo Supremo Electoral (que pasó a llamarse CNE), otra Alta Corte Suprema de Justicia (el actual TSJ), una nueva Fiscalía y un nuevo Poder Legislativo de una sola Asamblea, la cual debía instrumentar el nombramiento de los miembros de los nuevos poderes, estableciendo pautas u procesos para que todo el país estuviera representado.

Así mismo, se recurrió a un electoralismo excesivo y, según el cual, no debía existir un solo poder electivo que no fuera fruto de la voluntad popular expresada en el voto y la novedad de los referendos, para que el pueblo expresara mediante en voto si un funcionario, a mitad de su período, permanecía o se iba del cargo.

Mención aparte debe merecer el hecho que las elecciones se automatizaron, introduciendo para la realización del acto de votar y el conteo de los votos, unas máquinas electrónicas, las Smartmatic, que se convirtieron a la postre en una de las herramientas fundamentales para que los fraudes electorales casi resultaran perfectos.

En otras palabras, todo lo que posteriormente se ha conocido como “dictadura electoralista”, pues cuidando el régimen chavista de que todos los entes, organismos e instituciones que se escogían para realizar las elecciones mantuvieran una mayoría favorable a sus propuestas y objetivos, el proyecto socialista seguía viento en popa e independientemente de los triunfos parciales que en procesos electorales pudiera tener la oposición.

Y en efecto, en elecciones para alcaldes, gobernadores y diputados, la oposición pudo ver que la dictadura le aceptaba y que incluso los dejara gobernar o medio gobernar, pero sin que esto hiciera mella en el control y copamiento que el castrochavismo mantenía del sistema.

Entre tanto, la oposición recibía permanentes y continuas dosis de ilusión. Era más y más embriagada por fantasías de que la dictadura podía ser derrotada en las urnas y que si se llegaba un momento, en la crisis económica, de devastación social, corrupción generalizada e incompetencia política que es el resultado de todo experimento socialista, entonces el pueblo se volcaría abrumadoramente a la urnas y en unas elecciones inobjetables derrocaría pacíficamente a los dictadores con los votos.

La dictadura, desde luego, vio venir esta crisis, este desmadre con relación a su apoyo electoral y de respaldo de calle. Pero lejos de renunciar a sus opciones en las urnas lo que hizo fue mantenerlas, pero haciendo nulo el acceso al mando de los opositores electos para alcaldes, gobernadores o diputados, pues bien, en el caso de los primeros les nombraba sustitutos “encargados” que eran los que recibían los presupuestos y el apoyo de las autoridades locales y regionales, y en cuanto a los diputados, les instruía acusaciones para detenerlos u obligarlos a irse del país.

Un caso emblemático que es inexcusable no citar en el contexto de desenmascarar la “dictadura electoralista” del régimen, es el de las elecciones para elegir diputados del 15 de diciembre del 2015 en las cuales, habiendo la oposición ganado por mayoría absoluta, rápidamente el régimen cuestionó y anuló la elección de tres diputados y luego, a través de la Sala Constitucional del TSJ -sin tener facultades para ello- redefinió las facultades del Poder Legislativo, prácticamente pisoteando la Constitución Nacional y burlándose de la voluntad popular.

Otros ejemplos podrían citarse después de lo ocurrido en el 2015, como fue el caso de los gobernadores opositores electos en el 2017 (unos cuatro), a los cuales se les nombró “protectores” desde Miraflores que son en realidad los que llevan las riendas del poder en los Estados.

Pero nada que melle el “pacifismo, el dialogismo y el electoralismo” de la oposición venezolana que, en sus tres versiones, (un sector que está incorporado al gobierno y participó en las últimas elecciones parlamentarias convocadas por Maduro en diciembre pasado, otro que se presta a participar en unas elecciones para gobernadores que se realizarán en noviembre próximo y un último que adversa y declara nulas las elecciones mencionadas, pero que está auspiciando un diálogo con Maduro para anunciarle que participaría en unas elecciones generales si se elige un CNE independiente que evite nuevos fraudes).

Para decirle en breve: todas, absolutamente todas las “oposiciones” venezolanas, están convencidas de que se puede derrotar a la dictadura en unas elecciones libres y donde un árbitro comicial imparcial garantice la honestidad y la transparencia de los resultados.

¿Y de la oposición armada, qué dice de la oposición armada? ¿Por qué no se piensa que un ejército de venezolanos con ayuda desde el exterior que proyecte y realice una invasión y desde algún punto empiece una guerra de hostigamiento que galvanice al país y termine produciendo o la fuga o la derrota del tirano?

¿Por qué no se promueve desde la OEA la aplicación del TIAR o desde la ONU el Estatuto de Protección que genere una intervención multilateral y produzca el colapso y el fin de la dictadura?

¿O se llega a un acuerdo con el gobierno de Colombia o el de Estados Unidos para que ejecuten alguna acción militar que ponga a Maduro contra la pared y lo obligue a renunciar o llegar a un acuerdo para que sea el pueblo el que elija sus nuevos gobernantes?

Nada de eso, dice la oposición a una voz y sin distingo de orígenes, colores o ideologías. Una oposición armada estaría condenada al fracaso porque nunca tendría más armas que el gobierno, y, además, generaría más daños, pérdidas y sufrimientos que los que ejecuta la dictadura con la destrucción de Venezuela segundo a segundo y centímetro a centímetro.

¿Veinte años más para derrotar a Maduro? Si, dicen a coro los electoralistas si son necesarios. La salvación de Venezuela está primero.

 

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