Si algo hemos conseguido en nuestro país, con mucho esfuerzo y años de convivencia democrática, es un estado de seguridad importante que resulta fundamental para desarrollar nuestros derechos cívicos, para convivir, para salir a las calles de nuestras ciudades con relativa tranquilidad. Al menos, la inmensa mayoría nos movemos con libertad y con tranquilidad.
Conseguimos eliminar el mayor problema que, como una gangrena, minaba los cimientos de nuestra sociedad española: el terrorismo etarra.
Pusimos nombre, voz, legislación, visibilidad, medidas, y acuerdo social en combatir y luchar contra la lacra de la violencia de género. Y, aunque sigue siendo el principal problema de violencia que, además, se ejerce contra la mujer y, en ocasiones, contra sus hijos, se consiguió aunar a todas las fuerzas sociales y cívicas (de cualquier sector e ideología) en proteger a las víctimas y crear una educación en valores que distinguiera perfectamente lo que supone la violencia machista.
Sin embargo, hoy hay quienes abiertamente la cuestionan. Ponen en duda la violencia de género, ponen en duda el machismo y sus consecuencias, ponen en duda la legislación y la educación que ayuda a superar los odios y la violencia.
De la misma forma, España consiguió convertirse en un país abierto, tolerante, respetuoso, amistoso, en el que sentirse libre y respetado. Un gran logro que mostraba ante el mundo a una sociedad, la española, capaz de promulgar una legislación progresista en derechos humanos y valores cívicos (el valioso legado del gobierno de J.L. Rodríguez Zapatero) que construía los lazos sociales para un Estado de bienestar y justicia sólido. Hemos sido un país pionero del que sentirnos orgullosos cuando permitimos que la gente sea sencillamente feliz sin avergonzarse, sin esconderse, sin silenciarse.
También aquí hay que señalar un “sin embargo”. Y es que, últimamente, también se ha cuestionado la diversidad y la pluralidad, generando además un caldo de cultivo social entre ciertos sectores sociales de rechazo virulento, de insultos, incluso de agresiones.
Lamentablemente, vemos que aparecen las llamadas “manadas” que parecen salir de caza porque su diversión es la agresión sexual. Algunos grupos con jóvenes menores que en vez de compartir con sus amigas la fiesta o de buscar la pasión y el amor, lo que hacen es agredir o violar, ocultos bajo el anonimato del grupo, de la “manada”, que les da la fuerza suficiente para ser unos canallas porque en solitario, de forma individual, serían simplemente unas personas corrientes.
¿Qué encuentran en la “manada”? ¿Qué felicidad les reporta salir en grupo a hacer daño a una chica? ¿Les hace sentirse más hombres o más bestias? Seguramente les hace sentirse más poderosos, aunque sea un poder sucio y mezquino, un poder cobarde porque solo se consigue bajo la protección de la “manada”.
También hemos visto ensañamientos producidos a jóvenes que van al instituto. Jóvenes menores de edad que son capaces de linchar a un compañero o compañera, sometiéndoles a todo tipo de acoso y humillaciones, para finalmente acabar en agresiones físicas que ponen los pelos de punta cuando las vemos. Porque esa es la otra parte de esta crueldad: grabar la agresión, subirla a las redes y que se haga viral. ¿Con qué finalidad? Quienes agreden se convierten en seres despiadados y además en verdaderamente idiotas. Hay tanta mezquindad y estupidez en sus acciones que además presumen de ellas en las redes. ¿Se puede presumir de ser un matón, un agresor, un indeseable? ¿Se puede además presumir de todo ello haciéndolo en grupo? ¿Qué puede pasar por las cabezas de unos jóvenes adolescentes capaces de humillar, maltratar y pegar a otro sin razón aparente?
Y de las “manadas”, pasando por el bullying, llegamos a la nueva modalidad: la jauría humana.
Así es como la policía ha calificado el terrible asesinato del joven de 24 años Samuel Luiz. Hemos leído lo ocurrido y parece un extracto de una película violenta, con tintes de terror, que solo pueden suceder o ser filmadas en EEUU. Aquí no se nos ocurriría pensar que eso puede pasar.
Una noche de fiesta, una noche alegre, se agrede a un joven al que no se le conoce de nada, con quien no existe ninguna pelea previa ni tampoco ningún motivo que desencadene tal violencia. Sencillamente se le pega porque sí. Pero se le pega hasta matarlo. Se le mata a golpes, a patadas, de forma encarnizada, con ensañamiento, durante largo rato, empujándolo a golpes casi 200 metros, entre un grupo de unas 10 personas o más.
Seguramente el primero que empieza la violencia va colocado de todo, lo que no supone un atenuante, pero resulta inconcebible que alguien cuerdo pueda hacer semejante salvajada. Es un ser irracional, violento, agresivo, colocado, para quien salir de fiesta constituye también ser una bestia, en el peor sentido de la palabra. Sin mediar más razones, lo primero es la agresión verbal, el insulto, las palabras de odio, para inmediatamente comenzar a golpear.
¿Y qué hacen los amigos? Lo más lógico es pensar que los amigos, aunque estén también borrachos, tienen capacidad como para detener a este energúmeno y calmarlo, pedir disculpas al agredido, y seguir la fiesta en paz, intentando que el altercado no se produzca. Pero no es así. Los amigos se suman a la pelea, a ensañarse en una paliza mortal. Se comportaron, según la policía, “como una verdadera jauría humana”.
¿Y el resto de jóvenes que mira? Seguramente correrían a defender a la víctima que no tenía ni tiempo de levantarse y escapar entre tantos golpes y patadas. Pero no, tampoco fue así. Los jóvenes de alrededor increpaban y jaleaban animando a la pelea. ¿Todos estaban tan borrachos o tan enajenados para no saber qué estaba ocurriendo?
¿Por qué razón se producen estos comportamientos? Porque sí. Ni siquiera conocían a la víctima. Lo mataron porque estaban de fiesta. Porque en la diversión entra también la guerra. Porque ejercer el poder es violento. Porque se encuentra cierto gusto en la irracionalidad y en el odio. Porque les da la gana. En definitiva, porque les importa una mierda la vida de la persona a la que golpean hasta asesinar.
Y ese es el mayor de los delitos: la indiferencia ante la vida humana.
¿Están aumentando las agresiones físicas, la violencia, el extremismo, las reacciones de odio en España?
Según los últimos datos, han aumentado de forma preocupante los delitos de odio, pasando de los 1.172 en 2013 a los 1.706 en 2019. Según el Ministerio del Interior, en 2019 se produjo un 20% más de agresiones contra la comunidad LGTBI que en el año anterior. En esta mitad de año, en Cataluña se ha registrado un repunte del 15% en las agresiones homófobas respecto a 2020 (ya son más de 80 víctimas). Según el Observatorio de la Comunidad Valenciana hay un aumento de casi un 25% respecto al año pasado.
¿Qué está pasando? Muchos factores pueden sumarse en este cocktail explosivo, vergonzoso, peligroso y execrable. Pero nada puede ni debe justificar las actuaciones crueles que se están realizando. Deben ser condenadas duramente como también debe condenarse la responsabilidad de los que jalean y animan a consumar la agresión, de los que no prestan auxílio aunque sea llamando a la policía, y de quienes, con voz pública, arengan con discursos discriminatorios, racistas, machistas y homófobos.
Esto no es un juego. Esto es el huevo de la serpiente.