Tras una semana desde la instalación de la Convención Constituyente el 4 de julio pasado, la labor del órgano que redactará la nueva carta fundamental de Chile ha estado marcada por la esperanza y la polémica. Sin duda se trata de dos caras de la misma medalla, y es probable que esta dicotomía se mantenga vigente durante los próximos meses, como parte de un proceso inédito, complejo y que genera posiciones diversas.
La jornada inicial comenzó con retraso, desorden y algunos disturbios, pero culminó con la elección de la presidenta de la Convención, Elisa Loncón, y del vicepresidente, Jaime Bassa. Sin embargo, el segundo día no pudo sesionar por una mala preparación de parte del gobierno, que no tenía todo previsto para el adecuado funcionamiento del organismo; hubo acusaciones cruzadas y una oferta de parte de la Universidad de Chile para que la Convención sesionara en esa casa de estudios y en otras universidades estatales a lo largo del país. También ha habido acusaciones de secretismos y de no respetar reglas de funcionamiento. Sin embargo, la mayor polémica llegó en la sesión del jueves, día en que se trataron temas de fondo, si bien no referidos a la discusión de la nueva carta fundamenta
En esa ocasión, las diferentes bancadas de izquierda presentaron proyectos relacionados con los “presos políticos”, que en realidad están sometidos a juicios por delitos comunes, pero que se encuentran insertos o son posteriores a la “revuelta popular” del 18 de octubre de 2019. El tema ya había sido planteado a comienzos de junio por la “Vocería de los pueblos de la revuelta popular”, que sostenía la necesidad de “poner fin a la prisión política en Chile, liberando todas las y los presos de la revuelta y mapuche”. A su vez, abordaba un problema de fondo que sin duda subsistirá durante todo el proceso: la atribución del “poder constituyente originario”, de carácter autónomo y que no puede ser limitado por el mandato del Acuerdo del 15 de noviembre o por la reforma constitucional respectiva.
Hubo diversas declaraciones parciales aprobadas el jueves 8, pero una alcanzó el respaldo de 105 convencionales, contando con 34 votos en contra y 10 abstenciones: se tituló “La Convención Constitucional a los órganos del poder constituido sobre la prisión política en Chile y la militarización del Wallmapu”. ¿Qué decía el documento? Primero presentaba una declaración formularia –“la Convención Constitucional, sin pretender interferir ni arrogarse las competencias o atribuciones de otros poderes del Estado”– para luego agregar que “tiene la responsabilidad política de pronunciarse frente al país en relación con estas situaciones contingentes que, claramente, contravienen el espíritu que guía su trabajo: asentar un camino de paz y justicia social para todas y todos los habitantes de nuestra comunidad política”. En el tema de fondo, el Acuerdo exigía a los parlamentarios la máxima celeridad en la tramitación del proyecto de indulto presente en el Senado, e instaba al Poder Ejecutivo a “dar suma urgencia legislativa al Proyecto de Ley de Indulto General (Boletín N°13.941-17) y al Proyecto de Ley de Reparación a Víctimas de Derechos Humanos (Boletín N°13.854-17), así como el retiro de todas las querellas interpuestas que invocan la Ley de Seguridad del Estado”. Finalmente, solicitaban “la inmediata desmilitarización del Wallmapu, así como la anulación de la medida que aumenta el presupuesto para la represión del territorio mapuche”.
En la discusión respectiva, con breves intervenciones de solo dos minutos por parte de muchos convencionales, la clave estuvo en la aprobación o rechazo a la declaración y la explicación del contexto que había conducido al “estallido social” de octubre de 2019, que derivó en el posterior proceso constituyente. El aspecto más polémico se refería a la justificación, legitimación o explicación de la violencia política, sobre lo cual el documento expresó: “la violencia que acompañó los hechos de octubre fue consecuencia de que los poderes constituidos fueron incapaces de abrirnos una oportunidad para crear una Nueva Constitución y hoy que estamos comenzando el trabajo de la convención deben hacerse cargo de aquello”.
Durante la discusión los argumentos –por parte de algunos convencionales– estuvieron cruzados por esta idea. El abogado Fernando Atria destacó la contribución hecha por el estallido y los hechos “que fueron necesarios para abrir el proceso constituyente”. Por esto no se podrían tratar “sin más, como delitos, los hechos que lo hicieron posible”. Por su parte, Ignacio Achurra observó que “la movilización dio origen al proceso y somos parte de ella” y así lo manifestaron otros convencionales. María Rivera, en una de la posturas más radicalizadas, sostuvo que existen “30 presos políticos mapuches” y otros tantos productos del 18 de octubre, a los que agrega la figura de Mauricio Hernández Norambuena, con condenas en dos países, muy distantes a una persecución de carácter político.
Entre los muchos elementos que se podrían destacar de la declaración y de estas argumentaciones, podríamos mencionar tres. El primero, ciertamente importante por su contenido –si bien no hay unanimidad entre los partidarios de la “rebelión popular” del 2019– es la evidente necesidad de la violencia política para orientar el proceso en un sentido constituyente y procurar mover las posibilidades políticas del momento. El segundo se refiere a la comprensión de la existencia de prisión política en Chile desde el 2001, lo cual no tiene tanta importancia respecto de los firmantes del Frente Amplio y del Partido Comunista, así como de la Lista del Pueblo. No obstante representa una señal histórica y política inédita por parte de los miembros del Partido Socialista, por ejemplo, considerando la inclusión en la declaración de los “presos políticos mapuche” desde el 2001, lo cual involucra al gobierno de Ricardo Lagos y a las dos administraciones de Michelle Bachellet, representantes precisamente del ideario socialista, en una nueva derrota simbólica de “los 30 años”. La tercera dimensión es que marca una señal de futuro, por cuanto la Convención fijó una posición muy clara en tres cosas: es posible intervenir en otros temas además de los encargados explícitamente a su labor constituyente; además tiene una interpretación histórica que sostiene que la violencia condujo al proceso que desarrolla la Convención (si bien no fue solo la violencia) y reconocen la existencia de una doble prisión política en Chile, de la revuelta y mapuche. A todo ello se suma una capacidad política inédita desde antes del 11 de septiembre de 1973 de unificar toda la posición de las izquierdas en una dirección como la señalada, lo que significa un gran triunfo político de la Lista del Pueblo.
No hay que adelantar juicios sobre el futuro de la Convención constituyente, que todavía goza de gran legitimidad social en Chile. Tiene una tarea relevante y decisiva, difícil y compleja, que seguramente tendrá muchas contradicciones hacia adelante. Sin perjuicio de ello, junto con mostrar lealtad hacia sus compañeros de ruta y aliados de lucha en estas últimas décadas y en la revolución de octubre de 2019, no cabe duda que ha ingresado por un camino tan peligroso como decisivo: el de la justificación de la violencia política. Esta justificación es la segunda dimensión del debilitamiento de la democracia asociado a este concepto –el primero es el uso mismo de la violencia– y entre otros problemas tiene la dificultad de conocer el punto de inicio pero a su vez desencadenar procesos cuyo resultado final es imposible de prever. Uno de ellos ha sido el de la Convención constituyente, pero ciertamente no ha sido el único ni será el último.