En una conferencia dictada en abril de 1998 en la universidad de Stanford, y a la que dio por título “La universidad sin condición”, Jacques Derrida, en su muy peculiar –por inextricable, por frecuentemente indigerible- estilo, comunicó a su auditorio la imagen de esa universidad, según él, necesaria a nuestra época; versión, en lo esencial, idéntica a cuanto personalmente creo, tras haber dedicado a la docencia universitaria toda mi vida profesional. Quizá, más allá de las formas y los estilos, exista en la conciencia de quien se entrega a la enseñanza, y sobre todo a la fe en la enseñanza, perspectivas que no podrían sino asemejarse.
Comienza Derrida por definir a la universidad como un “espacio de resistencia”: opositor a dogmatismos de cualquier índole: religiosa o ideológica; ajeno a toda negación de la individualidad o la tolerancia. Precisamente, dice Derrida, la universidad está llamada a inculcar la tolerancia en sus estudiantes; entre otras cosas, como una manera de reforzar la conciencia democrática de éstos; y, junto con la tolerancia, a transmitirles, también, un espíritu crítico.
La universidad “sin condición”, prosigue Derrida, deberá, igualmente, permanecer próxima a nuestro muy contemporáneo proceso de mundialización, término que él dice preferir al de globalización por sugerirle más explícitamente una comunicación que aproxima a países y costumbres, historias y tradiciones. Mundialización: término que alude a un universo humano habitado por seres poseedores de sentimientos, valores, principios, creencias y esperanzas; también de parecidos temores, incertidumbres, sospechas…
Territorio de la crítica y de la tolerancia, del diálogo y de la pluralidad, toda universidad digna de tal nombre, es inseparable de lo que Derrida llama “nuevas humanidades”, propugnadoras según él, “de principios de libertad, autonomía, resistencia, disidencia”. Humanidades “nuevas” a las que pudiéramos dar también otros nombres: Estudios Generales, por ejemplo -¿por qué no?- deudores, más que de saberes humanísticos propiamente dichos, de muy sustentadores propósitos éticos encargados de alimentar cualquier forma de conocimiento, aún el científica o tecnológico. Y es que ni la ciencia ni la tecnología deberían perder nunca de vista a su destinatario esencial: el ser humano.
Dentro de esa universidad “sin condición” amparada en un nuevo sentido de lo humano, no podrían nunca callar plurales diálogos fundamentados en lo más profundo del espíritu universitario; en la libertad de cátedra, principalmente: algo que tiene todo que ver con la manera como un genuino académico asume el significado de su profesión. “Profesión”, recuerda Derrida, es voz que nace del verbo “profesar”, y significa vocación, entrega, responsabilidad, deber; y, mucho más aún: genuino compromiso de vida, y, a partir de ese compromiso, un diseño para la propia existencia.
La profesión del educador se nutre de autenticidad, de iniciativa, de honestidad… Valores íntimamente relacionados a una intención por buscar la verdad. Más que de la verdad, así, muy grandilocuentemente enunciada, se trata de una actitud hacia ella: de hacer girar a su alrededor enriquecedoras formas de comprensión; y, sobre todo, de un empeño por expresar esta comprensión: defendiéndola de prohibiciones o limitaciones, difundiéndola con pasión, imaginación y creatividad. Comunicación, en fin, de esas verdades en las que cree y a las que, por sobre cualquier otra cosa, apuesta el educador. Comunicación de éste, pues, en su lucidez tanto como en su inteligencia, en su imaginación tanto como en su sensibilidad, en su erudición tanto como en su memoria, en su convicción tanto como en su esperanza. Y quiero recordar aquí algo que escribí en mi libro El juego de la palabra: “hay poesía en la enseñanza cuando existe creatividad en la enseñanza; cuando el ser de palabras que es un maestro de las voces aproxima su sensibilidad a su lucidez y su imaginación a su conocimiento; cuando logra hacer de su voz expresión de una ética que compartir con sus estudiantes –generalmente jóvenes estudiantes- a quienes enseña desde sus personales convicciones y verdades.”
Y junto con la verdad será siempre el otro gran valor de la vida universitaria: la libertad. Verdad y libertad: aquélla, como alguna vez la describiera Albert Camus, es “misteriosa, huidiza, y siempre hay que tratar de conquistarla”. A la libertad el mismo Camus la definió de “peligrosa”, “dura de vivir” y “exaltante”. Verdad y libertad: dos ideales; dos realidades de las cuales, estudiantes y profesores, ya acostumbrados a ellas, no podrían prescindir.
Por cierto que al ideal de la búsqueda de la verdad se asocia el inmarcesible símbolo universitario de la luz: luz que vence las sombras y las destierra para siempre del espacio del entendimiento. Verdad y luz, verdad como luz: imágenes de un proyecto semejante: servir a esa sociedad a la cual la universidad se debe; pero frente a la cual precisa conservar, celosa, una cierta independencia.
En sutil juego de muy complejas armonías y delicados equilibrios, fue escribiéndose el itinerario universitario. En épocas muy remotas, anterior al nacimiento de las primeras universidades, los monasterios medievales -aislados del mundo y aislados de las ciudades y del tiempo de los hombres- fueron custodios únicos del saber. Frente a ellos las universidades surgieron como expresión de una temporalidad secular que apoyaba la curiosidad de los hombres. Desde entonces, las universidades se propusieron ser, además de guardianas del saber, hacedoras de nuevas formas de saber, una intención que las incorporó a ese tiempo moderno que llega hasta nuestros días. Pero junto a la proximidad al cuerpo social, la universidad impuso, también, una digna independencia. En suma: diálogo entre universidad y ciudad; diálogo sin subordinaciones: diálogo entre dos interlocutores que, necesariamente, se complementan y acompañan. De parte de la universidad será siempre la defensa de su independencia ante cualquier condición ajena a sus propósitos, ante todo tipo de emprendimientos guiados por intereses excesivamente estrechos y circunstanciales.