El sexo, a todas luces, es un gran invento: cuando lo practican los enamorados es lo más cercano a una fusión con otro ser humano. Cuando no existe una vinculación afectiva profunda es también intercambio de placer y experiencia de goce compartido. Encima no requiere de artilugios ni costosas inversiones, bastan las ganas. No contamina, lo que no es poco a día de hoy. Es más sostenible un revolcón que un chuletón.
Pero para que el sexo sea sexo y no otra cosa más parecida al maltrato, todas las partes implicadas tienen que poder practicarlo en igualdad de condiciones. Y eso, por ahora, está lejos de ser una realidad. La libertad sexual la inventamos las mujeres porque nos dimos cuenta de que el antiguo orden nos relegaba a un papel marginal en una actividad en la que poníamos el cuerpo y el alma y a cambio obteníamos malestar, agresiones o como mínimo, mucha frustración. Ser objeto y no sujeto es injusto pero también tremendamente aburrido. Estar a disposición de otros nada tiene que ver con la sexualidad sana. Impugnamos la doble moral de la puta y la virgen pero nos metieron en la trampa en la que estamos ahora: muchos hombres creen que ser libres sexualmente significa tener acceso ilimitado al cuerpo de las mujeres, consientan o no ellas, tengan o no tengan capacidad para decidir si sí o no. Había que acabar con la penalización del sexo fuera de los rígidos corsés moralistas del matrimonio, pero para que las relaciones fueran más igualitarias, no para inventar formas más feroces de explotar a las mujeres mediante el sexo.
No hay sexo sin libertad porque lo otro es dominación, sometimiento, violencia y sufrimiento. Por eso la verdadera revolución sexual está por llegar: se dará el día en que la mayoría de los hombres sepan relacionarse con sus parejas sin tener que maltratarlas. Naím Darrechi, el tiktoker que no quería acabar fuera, no es una excepción: es un hijo tremendamente sano de la cultura sexual hegemónica en la que vivimos, la de la pornificación de las relaciones humanas. Nuestra especie está generando un imaginario de brutalidad y violencia extrema cuya expresión más suave es la de acabar dentro sin permiso. ¿Vamos a seguir permitiendo que mediante la pornografía y la explotación sexual nos expropien incluso la capacidad de gozar libremente en compañía de otros?