Mientras el mundo ha ido cambiando de paradigmas conflictivos, de la lucha de clases a la guerra entre civilizaciones y así hasta la problemática actual sobre los géneros, por ejemplo, qué no habremos ensayado los venezolanos desde la Independencia hasta el presente. Hiperquinéticos y nebulosos como somos, militares, curas y civiles, con todas sus variantes y productos posibles, hemos insistido en la ambición de inventarnos un “nosotros”, resbaladizo pronombre personal de nuestras cuitas, con el cual concedernos identidad y sentido en común.
En ese fangoso dilema, propio de adolescentes, del cual los historiadores y más dan cuenta reiterada, divagamos sostenidamente, hoy también; es el laberinto interminable que la realidad impone que es tan solo uno de los rostros de nuestra crisis de identidad.
No existe acta, himno, declaración, exhortación pública, comunicado, bandería, invitación al voto, que no se apoye en una supuesta legitimidad de origen asentada en el plural representativo y que no se adjudique a su vez presumida validación sostenida en un fantasma: las grandes mayorías, los abajo firmantes, la ilusión traumática por el plural; el culto narcisista del elusivo por inexistente y cuántas veces más “nosotros”.
El culto por la figura de Bolívar, por ejemplo, el héroe, ese caudillo originario convertido en filosofía criolla, que tantas veces por criticado de narcisista y ególatra no se hace más que invocarlo, reiterarlo e implorarlo como mito, se acompaña y complementa en fingida contradicción con otro culto ahora por lo plural, el pueblo por ejemplo, que trata de convertirse con relativo éxito en un nuevo mesías; lo propio de las partes trasladado al común y rasante denominador por debajo de la vieja letanía libertaria e igualitaria y fatalmente simplificadora. ¿Fatalmente?
Y esa construcción del particular “nosotros” como sinónimo de todos, requiere para existir de una debilidad que le dé oxígeno y justificación, territorio, que no es otra que la de una crisis política existencial como expresión de un expediente íntimo colectivo que adjudica o atribuye los males propios defensivamente siempre a otros, presentes o ausentes, sean estos los vecinos, el imperio, la burguesía apátrida, los traidores internos y demás, entre ellos el pasado.
Sobre ese colchón de complejos antes apuntado se momifican las justificaciones, los prejuicios, los miedos, el poder; se valida la construcción social de una identidad interrumpida o postergada por culpa de otros, por lo que no hemos podido llegar a ser por nuestros propios medios lo que íbamos a ser. Pretextos, dictaduras, siempre pretextos.
Así, y pienso que Venezuela no sea caso único, subsiste la plañidera obsesión por el plural, el mito de la conciencia de lo colectivo, a menos que se evoque la figura almidonada e idolatrada del héroe salvador ausente, que no sería más, así lo venden, que la encarnación del ente, del alma colectiva: los padres civiles y militares de la patria.
La Venezuela de hoy, que es la de siempre, repartida como en la Colonia entre majestades, militares, curas y civiles, no ha alcanzado la madurez suficiente, necesaria y requerida, para construir con arrojo y sentido de siembra histórica un país durable, estable, civil-civilizado y próspero de y para todos. «Pasajeros en tránsito” pudiera definirnos. Buscadores de minas, de dioses, de héroes sustitutos, de coraje también.
Este discurso tantas veces reiterado vale la pena recordarlo no como reiteración de una visión trágica de lo que hemos sido y vamos a seguir siendo cual interminable gerundio, sino para que nos permita ver en adelante lo que podemos hacer y sin miedo con nuestra responsabilidad individual intransferible, que cada quien posee como tesoro heredado y propio.