“¿Qué te parece? ¿Habrá un golpe de Estado o no?”. Es la pregunta recurrente de Norte a Sur de Brasil. Cuando se vuelve habitual hablar de la posibilidad de un golpe de Estado es porque el golpe ya está ocurriendo o, en gran medida, ya ha ocurrido. Hace más de un año que escribí que el golpe de Bolsonaro estaba en marcha. Empezó antes de que asumiera el poder en Brasil y se hace y se profundiza cada día de Gobierno. El caso brasileño es el más explícito, pero la formulación actual de los golpes de Estado puede verse en todas partes, desde Donald Trump hasta Viktor Orbán. Es importante darse cuenta porque, si no lo hacemos, no podremos impedirlos.
Ya sabemos cómo mueren las democracias, es un tema que se ha analizado exhaustivamente en los últimos años. Pero tenemos que entender mejor cómo nacen las dictaduras. La muerte de una y el nacimiento de la otra forman parte de la misma gestación. Los golpes ya no se producen como en el siglo XX, o no solo como en el siglo XX. Al analizar el caso brasileño, se ve claramente que la corrosión del lenguaje es una parte fundamental del método. No es un capítulo del manual, sino que lo atraviesa por entero.
En el caso de Estados Unidos, es cierto que, en el último momento, las instituciones, mucho más sólidas que en cualquier otro país de América, consiguieron frenar la intentona golpista de Trump. Pero también es cierto que el trumpismo ha logrado el objetivo de producir su imagen, corrompiendo para siempre el lenguaje de la democracia al realizar lo impensable en la escena del Capitolio. Incluso con Joe Biden en el poder, la puerta permanece abierta.
En Brasil, la corrosión del lenguaje es muy anterior a las elecciones que pusieron a la ultraderecha en el poder. Años antes hubo al menos tres momentos decisivos para el impeachment de Dilma Rousseff, señalado por gran parte de la izquierda como un golpe “blando” o “no clásico”. Cuando llamaron “puta” a la presidenta en los estadios de fútbol, en el Mundial de 2014; cuando, en 2015, ponían una pegatina con su imagen con las piernas abiertas en los depósitos de los coches para que la manguera la penetrara, simulando una violación; y, finalmente, en 2016, durante la votación para aprobar el impeachment. Jair Bolsonaro, entonces diputado, dedicó su voto al torturador Carlos Alberto Brilhante Ustra, “el pavor de Dilma Rousseff”, torturando de nuevo a la presidenta torturada durante la dictadura militar al hacer apología de su tortura.
Esto es lo que llamo corrosión del lenguaje. Para preparar el golpe, primero, se invierte en subjetividades. Por la capacidad de los discursos de viralizar en las redes sociales y por la rapidez con la que se producen y reproducen imágenes en internet, la sociedad “acepta” lo inaceptable. Luego, comienza a asimilarlo y, finalmente, a normalizarlo. Cuando el golpe se produce formalmente, ya está interiorizado.
Por el mismo proceso de corrosión del lenguaje, Bolsonaro posibilitó el regreso de los militares al poder en un país todavía traumatizado y la rearticulación de la derecha que apoyó la dictadura militar en el pasado. También corroyendo el lenguaje se prepara para 2022 atacando el sistema electoral, para impugnar, en la línea de Trump, las elecciones que puede perder. Cuando lleguen las elecciones, la repetición del discurso del fraude ya habrá corrompido la realidad. En esta operación sobre la subjetividad colectiva, el fraude se comete antes en el imaginario, haciendo que lo que efectivamente suceda en las elecciones, el voto, no importe. El papel principal de figuras como Bolsonaro es pronunciar lo impronunciable, abriendo una vía subjetiva para concretar el asalto al sistema democrático.
¿Qué queda de democracia en un país cuando el tema principal es si habrá o no un golpe de Estado, abordado con la misma naturalidad que el precio del pan o la última serie de Netflix? El golpe ya se ha dado. La duda es solo hasta dónde será capaz de llegar.
Traducción de Meritxell Almarza.