Comprendo que resulta difícil elevar la mirada social un poco más allá de nuestras propias fronteras nacionales, autonómicas o, a veces, incluso locales. Porque la complejidad de lo que ocurre “fuera” se nos hace, no solo incomprensible, sino inabarcable.
El mundo se ha ido fragmentando en múltiples focos de disturbios, confrontaciones, problemas internos políticos o sociales, en revueltas, en diferentes malestares que nos preocupan y ocupan según la zona en la que vivimos. Sin embargo, pese a esta fragmentación, seguramente vivimos la época histórica en la que los lazos comunes nos unen a toda la humanidad en problemas que se extienden con las mismas consecuencias sin entender ni de fronteras ni de países ricos o pobres, aunque lógicamente los pobres sufren a niveles tan elevados que nos cuesta empatizar.
El primer de nuestros graves problemas es y sigue siendo la pandemia. ¡Cómo nos ha cambiado la vida! Han saltado por el aire las relaciones sociales, la despreocupación en el contacto físico y social, los eventos contagiosos de alegría. Incluso entre los jóvenes, pese a que sobre ellos cae ahora la “demonización” del virus, están perdiendo parte de sus años más vitales socialmente, en los que la socialización tiene mayor peso que la introspección, la vida interior, o el recogimiento familiar. Se alarga la solución definitiva a la resolución del coronavirus, y, a medida que avanza de forma eficaz la vacunación (observen los negacionistas que se han detenido los fallecimientos, sobre todo entre los mayores), surgen complicaciones que provienen de nuevas variantes y quién sabe si de otros virus.
El segundo de los grandes problemas es y seguirá siendo el cambio climático. La tragedia ocurrida en Centro Europa, con especial crueldad en Alemania, resulta inaudito. Hablamos de la primera potencia europea, países ricos cuyas condiciones de infraestructuras, habitabilidad y urbanismo están muy por encima de la media. Pero, nada hay que frene las inclemencias meteorológicas cuando la Tierra ruge. Y no hay día que no escuchemos algún destrozo medioambiental producido por la mano del hombre: vertidos, incendios, etc.
La pobreza como tercer elemento esencial agravado por las consecuencias del cambio climático, de una economía depredadora y, por supuesto, de la pandemia, que hace que innumerables hogares de cualquier punta del mundo se encuentren en el umbral de la pobreza. Tras la pobreza, la inmigración. La búsqueda incesante de una esperanza para sobrevivir de millones de personas desplazadas por el mundo sin encontrar un rinconcito donde iniciar un proyecto de vida, algo tan simple como un “proyecto” de vida: soñar en que mañana será mejor.
La democracia, el cuarto de nuestros grandes problemas mundiales. El siglo XX se concibió, en su segunda mitad, después de la crueldad vivida en su primera parte de siglo, en un siglo de esperanza donde la democracia se concebía como el sistema político más adecuado y útil para resolver los conflictos de forma “política”, es decir, a través del diálogo y la negociación.
Sin embargo, su devaluación obedece a nuestros propios comportamientos. Dictaduras, regímenes políticos crueles, pasando por los exaltados negacionistas de la pandemia que irrumpen en las calles de cualquier ciudad (sorprendente ver a Francia, Australia o Canadá, con sus calles ensuciadas de furia y rabia), hasta las gruesas palabras que se utilizan habitualmente en los países democráticos, como el nuestro, cuando el ejercicio político se ha convertido en mentir (o decir medias verdades con la intención de confundir), insultar (a ver quién dice el insulto más grande porque el razonamiento cuesta más y no tiene titular), bloquear (cualquier iniciativa que se presente que la haga el contrario), y extremar el odio hacia el otro, sin ser conscientes de la gravedad que supone debilitar los cimientos democráticos.
Comprendo que la política de elecciones es un regateo a corto plazo y que solo se entiende como un juego de suma cero (si gana uno, claramente pierde el otro), y que para tener adeptos fidelizados hay que gritar por encima de la voz contraria. Sin embargo, tanto griterío impide escuchar.
Cerramos de vacaciones esta página en unas vacaciones atípicas por segundo año consecutivo. Algunos vacunados, otros a la espera de que lleguen para nuestros hijos. Sin hacer demasiados planes, inmersos en la incertidumbre y preocupados por cómo se resolverán los problemas nacionales y mundiales (que son tan nuestros como los de fronteras para dentro).
También con esperanza. Y con confianza (que no fe, que eso sale de mi ámbito de la razón). Esperanza y confianza en que el ser humano es capaz también de pensar y sentir de forma colectiva. De saber que la ciencia (los hombres y mujeres que la componen) está trabajando en busca de soluciones, y de ahí saldrá la solución a la pandemia (no de los iluminados o negacionistas).
También con esperanza y confianza en las caras nuevas que aparecen en la primera línea de la política. Como ahora en los cambios del Gobierno de Pedro Sánchez. No por juventud ni por novedad. Sino por la esperanzadora sensación de saber que, frente al agotamiento en esta larga carrera de relevos, siempre hay “cantera” dispuesta a seguir trabajando.
Descansen estas vacaciones que el mundo no se detiene.