Más que la ambición desmesurada y engreída del aventurero, llama la atención e inquieta sobremanera el silencio y la neutralidad del decente, del hombre y de la mujer honorables, de todo quien tiene algo que decir, y defender, cuando el interés colectivo está en riesgo.
Ahora mismo Venezuela atraviesa por uno de los períodos más infames, oscuros y dolorosos de todo su devenir histórico. Hay razones de sobra para que estalle nuestra indignación; que se desmadre en ríos incontrolables toda la justificada rabia que se ha empozado en el espíritu de tantos; y se desborde la desesperada expresión de esta angustia que nos aturde y nos anula hasta convertirnos en extraños en nuestro propio suelo, en hijos de la diáspora, en sombras irreconocibles de nosotros mismos. Porque de mil formas hemos sido ofendidos en lo más profundo de nuestro ser. Esta patria es mancillada, violada, todos los días. Aquí, en nuestras narices, han masacrado cuerpos y sueños, huesos y promesas. Una despreciable e impune gavilla de asaltantes deformó con burla y ritos macabros nuestra historia, y troncha el porvenir, hasta profanarlo, defecar sobre él a la vista de todos, y vaciarlo.
La tarea de corregir tan descomunal entuerto no debe esperar más. Son demasiados los ojos que no verán ya el ansiado amanecer; son demasiados los corazones que se han apagado sin recobrar el latir del sosiego. Por eso es un compromiso señalado de todo venezolano de buena fe (los líderes de primero) dar sin más tardanza un paso al frente en esta desdichada hora. Probar su desprendimiento, su humanidad, su lucidez. Alumbrar el camino difuso. Despejarlo de minas que estorban en el ánimo colectivo: la neutralidad, el individualismo, la desesperanza, el temeroso y vacilante silencio. ¿Miedo a qué?… ¡por Dios! Aquí, y ahora, el único miedo que debemos abrigar es el de permitir que, por nuestras acciones, omisiones, cortedad de miras o ambiciones bastardas, egoísmos, oportunismos intolerables y egos recrecidos, esta desgracia se prolongue.
