Es bien sabido que la división de los partidos políticos a lo largo de un espectro, desde los más conservadores (a la derecha) hasta los más revolucionarios (a la izquierda) se remonta a la Asamblea formada en los albores de la Revolución francesa. Era tradición en Francia que en los Estados Generales los grupos de la nobleza y el clero se situaran en un lugar preferente, esto es, a la derecha de la presidencia. Los usos feudales se reprodujeron en las convenciones revolucionarias, y así los grupos más partidarios de acabar con el poder de la monarquía y la nobleza se situaron al otro extremo de la sala. Muchos creen, con Henry Ford, que «la historia es una filfa» (History is bunk), pero la verdad es que las tradiciones y los hábitos mentales sobreviven de una manera asombrosa. Las sociedades avanzadas del siglo XXI se parecen muy poco a las de finales del siglo XVIII; en consecuencia, el contenido de la expresión izquierda y derecha en política es hoy muy diferente del que se daba entonces. Pero la dicotomía derecha-izquierda se sigue empleando corrientemente para designar a conservadores y progresistas, aunque en muchos aspectos los significados se hayan invertido.
¿Qué es hoy ser de izquierda?La izquierda tradicionalmente tenía unos objetivos que pueden resumirse en el triple lema de la Revolución: Libertad, Igualdad, Fraternidad. Es un trío atractivo e incitante, aunque el sintagma es susceptible de diferentes interpretaciones. Empezando por el final, la fraternidad es el concepto más difuso: antes que de una condición social se trata de un estado de ánimo, parecido al evangélico «ama a tu prójimo» o al artículo de la Constitución de Cádiz exhortando a los españoles a ser «justos y benéficos». Es una consigna excelente, pero poco operativa.
La libertad y la igualdad, aunque también necesiten interpretación, sí se refieren a cualidades o condiciones contrastables de la sociedad: hoy, como ayer, podemos distinguir entre países y sociedades libres y sojuzgadas, y entre sociedades igualitarias y desiguales. En la Francia de 1789 igualdad significaba abolición de los estamentos que estratificaban la sociedad (aristocracia, burguesía, pueblo llano o tercer estado) o de los estatutos particulares de ciertas regiones que dividían a Francia en territorios diversos. El igualitarismo revolucionario era lo que se ha dado en llamar jacobinismo, doctrina sustentaba por el grupo de extrema izquierda que se reunía en un antiguo conventos de frailes jacobinos y cuyo objetivo último era lograr la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, sin estatutos ni privilegios especiales para nadie. El que los jacobinos estuvieran dispuestos a utilizar el terror para lograr sus fines ha conferido un carácter sombrío a un programa admirable, que hoy se ha convertido en uno de los pilares básicos del Estado de derecho. Más adelante, a la igualdad jurídica se le añadió la económica como reivindicación de la izquierda más radical y revolucionaria, la tendencia extrema que más adelante se dividió en dos ramas, socialismo y anarquismo. La libertad para los revolucionarios franceses era ante todo la disolución de los lazos feudales que ligaban aún a muchos súbditos, sobre todo, campesinos, a los dictados de la corona, la nobleza y la iglesia. A esta libertad se unían la económica y la intelectual y de conciencia. La libertad económica exigía, por supuesto, la eliminación de trabas al comercio y la consideración de la tierra como un factor de producción más, sin ataduras feudales: lo que en el mundo hispánico se llamó desamortización. En realidad, en muchas de estas materias, igualdad y libertad eran dos caras de la misma moneda, aunque varias corrientes dentro de la izquierda recelaran de la libertad económica.
El siglo XIX contempló la lucha y la presión continua para imponer el programa que en 1789 era revolucionario, pero que fue crecientemente aceptado. El sistema político representativo o parlamentario se fue extendiendo en forma censitaria, en que sólo las clases acomodadas tenían derecho al voto. Poco a poco, sin embargo, fue ampliándose el sufragio, hasta hacerse universal, primero limitado al masculino, luego el de ambos sexos. La democracia fue ganando terreno y se generalizó tras la Primera Guerra Mundial. El gran error de la extrema izquierda fue pensar que las reformas profundas sólo se impondrían por la fuerza: que igual que el absolutismo cayó violentamente, el capitalismo estaba condenado a correr la misma suerte. Marx creyó que las reglas del capitalismo eran «leyes de bronce» que condenaban a los trabajadores a la miseria irremediable. No era así, y en la segunda mitad del siglo XIX se produjo una mejora paulatina de los salarios y del poder político de los proletarios.
El siglo XX, junto a guerras mundiales y catástrofes sociales inauditas, contempló un aumento del nivel de vida y del número de habitantes sobre la tierra totalmente sin precedentes. La democracia se fue imponiendo igual que el sistema parlamentario se había impuesto en el XIX. Y con la democracia y el desarrollo vino la socialdemocracia, el llamado Estado de bienestar, capaz de garantizar unos niveles de protección y estabilidad como nunca se habían conocido. La salud de las poblaciones mejoró y con ella su esperanza de vida. Si el francés medio en 1789 no llegaba a vivir 30 años, hoy puede esperar vivir 83. El programa revolucionario se ha llevado a cabo de manera relativamente pacífica dentro de cada país, aunque la primera mitad del siglo XX fuera inusitadamente violenta. Sería muy largo explicar esta terrible paradoja (ver Capitalismo y Revolución).
Hoy los países avanzados han incorporado con gran éxito el programa reformista que a finales del XVIII parecía inalcanzable. En poco más de dos siglos la humanidad ha mejorado más que en los veinte anteriores. Esto, naturalmente, ha afectado radicalmente a las estructuras políticas. La derecha tradicional, opuesta antaño a los «experimentos peligrosos», es hoy socialdemócrata; acepta plenamente el Estado de bienestar y a lo sumo puede proponer algunos retoques. ¿Y qué ocurre con la izquierda, que puede enorgullecerse de haber sido la defensora de las profundas reformas que han conducido al Estado de bienestar? Pues resulta que la izquierda se ha topado con la ingratitud de los votantes, que se fían más de las derechas que de las izquierdas para administrar el confortable sistema de bienestar. Y, en lugar de tratar de mejorar un modelo económico que, con todas sus virtudes, es muy perfectible, la izquierda, decepcionada, ha renegado de sus logros y ha buscado nuevas causas y votantes: minorías de toda laya, identidades territoriales, nostálgicos de la extrema izquierda; en una palabra, se ha situado de nuevo en la oposición y se ha revuelto contra sus propios logros.
En pocos años la izquierda española ha sufrido una mutación realmente asombrosa. Ha echado por tierra el igualitarismo jacobino y se ha aliado con los caciques locales (lo que ahora llama «multinivel»); ha olvidado el culto a la razón, ha dejado de considerarse heredera del pensamiento ilustrado, y da primacía al romanticismo del sentimiento (Cataluña y el País Vasco son naciones porque el grupo hegemónico en esas comunidades «lo siente así»); ha creado un Ministerio de Igualdad para consolidar la desigualdad de los dos sexos (o quizá tres o cuatro, que esto es discutido y discutible) ante la ley; ha resucitado a los grupos privilegiados a la manera del Antiguo Régimen: los políticos, sobre todo si son cabecillas de facciones locales, no deben estar sometidos a las leyes y, si los jueces tratan de aplicarles la norma como al resto de los ciudadanos (o, quizá mejor, súbditos), el Gobierno de izquierdas, progresista por más señas, los indulta, atropellando la legislación y la jurisprudencia, para no «judicializar la política», que es tanto como decir, «para librar a los políticos de la ley común». La izquierda española habla mucho de progreso y progresismo, pero practica con fruición el retroceso, revisitando diariamente la Guerra Civil de hace ochenta y cinco años con añoranza y necrofilia realmente conmovedoras. En cuanto a la libertad, esta izquierda nuestra está preparando la vuelta al índice de los libros prohibidos, que serán todos aquellos que hagan «apología del franquismo», según dictamine una fiscalía creada con fines muy parecidos a los de la Santa Inquisición, cuya misión era evitar que los españoles pensaran, y menos escribieran, cosas prohibidas. Y suma y sigue…
No extraña que Lorenzo Silva declarara en estas páginas (30 de julio de 2021): «…yo soy de izquierdas, así que la derecha no me puede decepcionar. [Es] la izquierda [la que] me ha decepcionado profundamente».
Gabriel Tortella es economista e historiador, y autor, entre otros libros, de Capitalismo y Revolución (Gadir).