Ibsen Martínez: Kafiristán

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“Hemos venido a verle para saber de este país, para leer un libro sobre él y para que nos enseñe mapas. Queremos que nos diga que estamos locos y que nos enseñe libros”.

Esto dice Peachy Carnahan, exsoldado británico, ahora malviviente y masón en la India de 1885, al corresponsal de un diario de Delhi. Es uno de los mejores momentos de una de las mejores novelas que haya leído jamás: El hombre que quiso ser rey, de Rudyard Kipling.

Carnehan y su compinche, Daniel Dravot, otro soldado desmovilizado y sin trabajo, quieren aventurarse en Kafiristán, un país de ficción que en todo recuerda a Afganistán.

John Huston dirigió una adaptación de esta obra en 1975 y cada vez que la veo— y no me canso de verla—me abismo al pensar que Huston contemplase, y por largo tiempo, desde comienzos de los años 50, ofrecer los papeles principales a Humphrey Bogart y Clark Gable.

Bogart y Gable mueren en rápida sucesión y Huston piensa entonces en Burt Lancaster y Kirk Douglas quienes por distintas razones no aceptan los roles o tal vez sus contratos no los dejan.

El tiempo va pasando y, a mediados de la década del 60, son Richard Burton y Peter O’Toole los candidatos pero ningún estudio muestra interés. Finalmente, y estamos ya en los tempranos años setenta, la cosa se replantea con Paul Newman y Robert Redford. ¿Procurando quizá un taquillazo semejante al de Butch Cassidy y el Sundance Kid?

Es muy posible, porque Huston no se hacía ilusiones con los jerarcas de Hollywood: su propensión a llevar al cine obras escarpadamente literarias asustaba a los grandes estudios. Con Newman y Redford a bordo quizá todos se sentirían más seguros.

En esto de adaptar al cine textos demasiado complicados para un “gerente de contenidos”, la palma se la lleva Freud, la pasión secreta. A Huston le gustaban las historias donde alguien, contra toda opinión en contra, se las apaña para salirse con la suya a costa de determinación y fe en sí mismo.

Pasión secreta va del doctor Sigmund Freud en sus comienzos, a fines del siglo XIX, cuando nadie quería comprarle lo del complejo de Edipo, la fase anal y la envidia del pene.

“¡Estupenda, inquietante idea!”, se dice que dijo Wolfgang Reinhartd, el productor alemán a quien Huston conquistó para el proyecto. “Pero”— objetó Reinhardt –, “¿por qué encomendarle el guion al cabeza de chorlito de Jean-Paul Sartre?” Huston, pese a los reparos de Reinhardt, insistió en contar con Sartre y lo pagó caro.

Sartre entregó, al cabo de larga espera, un primer borrador de 500 páginas, con notas al pie de página, índice analítico y bibliografía recomendada que Huston, por supuesto, objetó por arbóreo.

El guion de Sartre se había contagiado, al parecer, del mismo mal que aqueja las dos mil digresivas páginas de su estudio sobre Gustave Flaubert, mamotreto que por aquel tiempo también mantenía ocupado al guionista.

Sartre entonces reescribió—no podía negarse: ya había obtenido un anticipo—y entregó 1000 páginas sencillamente inviables para quien intentase extraer de ellas un largometraje de 90 minutos. Sartre objetó de antemano cualquier borradura o enmienda y exigió que su nombre fuese retirado de los créditos si tal cosa llegase a ocurrir. Apenas dos años más tarde rechazaría el Premio Nobel de Literatura.

 

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