A mi amigo Mingo.
Al final nos corresponde “agarrar el toro por los cachos” y enfrentar con toda la serenidad que nos sea posible el balance de nuestras vidas. Nos hemos equivocado muchas veces. Hemos perdido tres décadas de lo mejor de nuestras vidas en el intento de corregir un error de aproximación a la política, somos el país latinoamericano con la migración forzada de consecuencias más atroces en lo que va de siglo, y hemos visto deshacerse una tras otra todas y cada una de nuestras ilusiones.
Los venezolanos somos un país de tristezas, aunque sonriamos. El peso es terrible. Hemos experimentado la despedida, la soledad, el abandono, la enfermedad, la muerte y la traición. Tragamos grueso, pero hemos comido basura. Y para colmo, en medio de esta pandemia, ni siquiera nos hemos podido despedir de nuestros seres queridos, que son despachados como si fueran paquetes de intocables. Estamos encerrados, el miedo se nos ha impuesto como mecanismo de dominación, sin que tengamos el consuelo de una política de vacunas para todos, incluso los más pobres, los más alejados, los que no tienen contacto con la modernidad.
Nuestras poetas comparten con nosotros versos de desgarre y la experiencia de una vida cotidiana consistente en la ardiente incertidumbre del pasar los días atentos al próximo apagón, los efectos de la lluvia siguiente, el calor sofocante, y el tratar de no pensar en nada, que nada nuevo ocurra, una enfermedad, una devaluación adicional, que no se dañe la nevera, que aguante el gas hasta la próxima bombona, que no suban la matrícula de las escuelas. Estamos en un remolino, aferrados a un tronco, tratando de bracear, intentando no ahogarnos.
Vamos a estar claros. Nosotros vivimos una realidad que provoca arrechera. Una vida que transcurre en dos raseros bipolares. Un país que quiere pagar salario mínimo pero que cobra bienes y servicios en dólares. El país de las apariencias que pretende “hacerte una oferta de servicios” en bolívares, mientras eres testigo y cómplice obligado de cómo se cobra. ¿Ese es el país con dos sistemas que auspician los voceros empresariales? Y esto es solo un ejemplo de la bipolaridad enloquecedora que con la que nos torturan a diario. ¿Se hacen los locos? ¡Si! Y eso da más arrechera.
Y al frente, en la orilla, bien a salvo, la política se burla. Se burlan porque no reconocen la tragedia del país, ni la inmensa inversión que todos hemos hecho en sobrevivir y mantener la cordura. Se burlan porque ellos son una dimensión discordante de nuestra realidad, sin vínculo con lo que nos está ocurriendo e ingeniando falsas soluciones a problemas que son de ellos, pero no de nosotros. Ellos viven la apariencia, por cierto, mal maquillada, y nosotros vivimos en carne viva. Ellos hablan un idioma de diálogos, negociaciones y ruta electoral. Son ellos los que juegan ese juego de bailar alrededor de las sillas, son ellos los que se paran, se sientan, se turnan y vuelven a jugar, mientras nosotros, aferrados al tronco, tratando de superar la turbulencia, los vemos, los oímos y los odiamos. Ellos son la traición venezolana, la práctica arquetipal del vivo, el individualismo prepotente y sobrado que igual piensa “que los demás se jodan, bien hecho” y trata de hacer negocio con eso. ¿Más jodidos? ¡Mejor para mí! Los bolichicos solo fueron la primera versión de la perversidad que se ha ensañado en nosotros.
Pero no perdamos el sentido original. Estamos hartos, nos sentimos defraudados, nos han violado con oprobio, estamos de muchas maneras constreñidos por las difíciles circunstancias, pero si volteamos a nuestro fragor histórico, no es la primera vez que nos toca respirar profundo y decidirnos a barajar la mano, comenzar de nuevo y seguir viviendo. Estamos como las tardes que amenazan con el chaparrón inminente, en los dolores de parto, deseosos ya de comenzar una nueva etapa. Y deplorando el tiempo invertido en tanta piratería maliciosa interpretada por élites perversas y desconectadas de la suerte del país. Esas élites que se creen los únicos habitantes con derechos y que practican una narrativa tan refractaria a los otros, que somos nosotros.
¿Cómo hacerlo? El problema es que duele tanto como provoca un inmenso hastío. ¿Hasta cuándo, Señor, ¿vamos a vivir el castigo del eterno comenzar? Duele, porque además nos humilla. Aburre, porque nos queda menos vida para desgastar. De allí que esta nueva oportunidad no la gastemos en espejismos. ¡Enseriemos nuestra vida!
Lo primero es procesar el duelo que llevamos entre pecho y espalda. Asumir el doloroso esfuerzo del “darnos cuenta” qué ha pasado con nuestra heredad. Hacer contacto con la realidad y elaborar un inventario de pasivos y de activos vitales. ¿Qué ha pasado con nuestra vida? Busquemos datos e hitos referenciales.
1- Esto comenzó en 1.992 con los golpes de estado. Se consolida como proceso en 1998 y va agotando todas las reservas republicanas y democráticas hasta constituirse en un ecosistema criminal que reparte los roles a favor del totalitarismo.
2- Llevamos 29 años de turbulencia destructiva. Una generación completa se ha desgastado y descompuesto en el intento de cambiar la situación.
3- Estos 29 han sido el escenario para calibrar a las élites políticas y económicas, que nos han resultado fallas en su compromiso con el país. Y más que fallas, erráticas, corruptas y traidoras.
4- Nos hemos quedado solos. Nadie va a venir a salvarnos, ni podemos contar con el líderazgo político nacional. No hay pudor alguno, porque cuando ellos se sientan en la mesa con la tiranía es para reforzarla y nunca para reivindicar nuestro derecho a la libertad. Son serviles y pusilánimes. Rastreros a cambio de una participación en el saqueo, único propósito transformado en el proyecto más consistente de nuestras élites.
5- En 29 años descubrimos una violencia creciente y experimentamos “la traición de Leviathan”. El sobrio monopolio de la violencia legítima se ha convertido en un bazar nacional de la violencia ejercida por los que no tienen empacho en disparar y matar. Mientras eso ocurre, se justifica cualquier cosa en aras de la revolución y de una igualdad mal digerida. Ahora sabemos que el estado socialista no es garantía sino la causa raíz de nuestra servidumbre.
6- Ahora tenemos como residuo de tanta barbarie una economía mutada a un sistema sofisticado de lavado de dinero, mientras que la economía real agoniza o se reconfigura. Sin asegurar los factores de producción, en medio de la arbitrariedad, con leyes confiscatorias y el ojo del gobierno esperando cualquier caída para devorar lo productivo es poco probable que tengamos algo diferente a “buenos negocios conjuntos entre mafias y testaferros serviles”. Es una economía sin horizonte para invertir, y por lo tanto es una economía envilecida. Sin moneda, con el dólar como moneda default, y un sistema financiero que en modo condicional se atreve a innovar en servicios, pero que ha dejado al país de clases medias y bajas al margen. Aquí no hay crédito. Es una economía premoderna en pleno siglo XXI.
7- No hay No hay servicios públicos, y no vale la pena abundar lo que ya sabemos, porque lo sufrimos.
8- Se ha desguazado la familia.
9- Se ha desguazado la familia.
10- Se ha tirado a pérdida la educación y se ha pervertido el contenido educativo.
11- No hay instituciones autónomas sin una predisposición servil a hincarse ante el altar de la revolución.
12- No hay garantías judiciales, no hay justicia y no hay sistema judicial. Pero si tenemos centenares de presos políticos, anónimos, cuyas familias están arruinadas psicológica y económicamente.
Y para colmo, como lo hemos dicho sin cansarnos de repetirlo, padecemos una dirigencia política que se entregó y exige de nosotros total complicidad en una trama que por donde se vea, solo les conviene a ellos. Por eso, y no por capricho, debemos transitar todas las fases de la ruptura. Porque o nos atrevemos a romper, o no nos salvamos. No habrá ninguna posibilidad mientras esas sean las condiciones de marco.
Como todo proceso de ruptura a la venezolana, en estos 29 años han sido muchas las veces en que hemos vuelto a confiar. Pero se acabó el tiempo de las oportunidades de remisión. Debemos asumir con humildad y realismo que hemos sido víctimas de una gran estafa. Una estafa alucinante. Con operaciones psicológicas sofisticadas, que nos aturden y no nos permite saber quiénes son aliados de verdad y quiénes son parte del aparato del régimen. Es en esa zona gris donde nosotros dudamos. Por eso, no nos queda más que apelar al sentido de realidad y recordar la sentencia evangélica que, ante la duda, el único criterio razonable es insistir en que “por sus obras los conoceréis”, porque el discurso es engañoso en un ecosistema donde nadie juega a la integridad. Aquí se ha legitimado la mentira.
Pero romper no es suficiente. Quedan pendientes dos preguntas cruciales: ¿Cómo reconstituir la política? ¿Cómo reconstituir la república?
Debemos asumir nuestra responsabilidad. En el M2 de nuestro ejercicio ciudadano debemos hacer la diferencia, entendiendo que nos jugamos nuestra existencia y la vigencia de un país llamado Venezuela. Ese país que extrañamos y aspiramos comienza con nosotros y se funda desde nuestro ser y nuestro actuar. Somos nosotros el país que podemos ser, sobre la base de lo que hemos sido. Sin pretensiones epopéyicas. Sin ese heroísmo almibarado que nos legaron nuestros apologistas románticos. Me refiero a la batalla de nuestros abuelos y bisabuelos. De nuestros padres y de nosotros mismos. De nuestros vecinos, nuestro barrio o ciudad. Porque este país se ha hecho y mantenido por la fuerza demoledora de las pequeñas cosas, que han llegado a sumar grandezas.
No estamos peor, ni ha sido mayor el desastre por nuestra casi infinita capacidad de adaptación, porque una vez decididos no hay marcha atrás. No estamos peor porque nuestra fortaleza está asentada en algunos valores que no se mezclan con nuestros peores defectos. Somos trabajadores, aunque no lo creamos, no hemos abandonado metas que nos parecen valiosas, como la educación de nuestros hijos, o los emprendimientos indebidamente calificados como rebusques. No lo queremos reconocer, pero somos gente que anda y desanda caminos, desde la huida hacia Oriente, queriendo evitar los desmanes de Boves, el trajinar de los ejércitos libertadores, las migraciones internas del siglo XX, y más recientemente el doloroso proceso de migración y desplazamiento forzados, de nuevo por hambre, violencia y muerte. No nos quedamos esperando nuestra suerte. Nos movemos, así sea al alto costo de la separación.
Pero no estamos mejor porque nos embelesamos con la personalidad carismática, nos enamoramos del líder y les entregamos todas nuestras banderas y consignas. No estamos mejor porque la mala cara de la adaptación es la tolerancia, más allá de cualquier límite razonable, porque creemos que el país es bueno para la renta, y porque nunca nos ha importado demasiado cual es el origen de la riqueza que exhiben con impudicia todos los que se encaraman en el ecosistema criminal. No estamos mejor porque no hay sanción moral contra los chanchullos. Y porque nos cuesta mucho la exigencia de normas y valores aplicados universalmente, sin la excepción del carnet, sin el privilegio del compadrazgo, sin las excepciones presumidas por la familia extensa, sin el afán de particularizarlo todo. No estamos mejor porque preferimos la impunidad de las logias propias (eso que yo llamo la “costra nostra”) al interés del país. No estamos mejor porque esos obstáculos lucen todavía infranqueables, porque tienen que ver con nosotros, con nuestra forma de pensar, nuestros modelos culturales, y porque todo esto tiene actores intencionales e interesados que juegan a nuestra confusión. Y desde la confusión a nuestra fatal servidumbre.
Esta “costra nostra” no requiere de ciudadanos sino de masa. Ni los del régimen, ni su oposición complaciente (opolaboracionista) pueden lidiar con la inquisición propia de los que actúan con libertad. Ellos quieren que seamos la misma montonera de nuestro largo y tortuoso siglo XIX y los “Juan Bimba” del siglo XX. Ellos quisieran que nosotros nos comportáramos como “buenos compañeritos” que se conforman con gorra y franela con los colores del partido, sin vocación de impugnación. Ellos nos tienen previstos como “carne de cañón” que paga represión, muerte, cárcel y violencia, para exhibir y apropiarse del martirio de nuestro pueblo.
Al pretendernos masa informe (de eso se trata el trapiche destruccionista llamado socialismo del siglo XXI, pero también tiene que ver con el populismo irredento) están confiando en algo que estamos dejando de ser. Por hartazgo y trauma, tal vez no por convicción, ya no queremos ser tan dóciles y confiados. Y ese precisamente es el foco de una nueva oportunidad, cueste lo que nos cueste.
Es muy duro, nos saca de la cancha que siempre hemos jugado, pero debemos recordar la esencia de nuestra vida en común. Solamente podemos salir del mal si transitamos este desierto aferrados a lo que sabemos que somos, rebelándonos ante nuestro presente, y teniendo claro el futuro que queremos para nosotros. Y comenzar esta reacción en cadena contra lo que nos está matando.
No busquemos más allá de nosotros mismos. El cambio de actitud comienza con nosotros. Teniendo presente que va a doler y costar el dejar atrás y el renunciar conscientemente a la causa raíz de nuestros males. Cada uno puede hacer el inventario propio. Pero que no falte un repudio explicito a dos dimensiones del mismo problema:
1- Hay que repudiar definitivamente al caudillismo y por lo tanto, debemos decidir, de una vez por todas, no ser nunca más parte de una montonera.
2- Hay que renunciar y prevenirse contra el compadrazgo, amiguismo y el compinchismo. Eso va a doler. Pero mientras no seamos capaces de diferenciar espacios, tiempos y contextos, mientras no seamos exigentes en las condiciones morales e institucionales de las relaciones entre nosotros, en tanto que ciudadanos, seguiremos abriendo la fosa donde terminará enterrado nuestro país.
Este gran desafío comienza con nosotros. No busquemos en el cielo una señal. Nosotros somos señal y advertencia. Y hay cosas que debemos hacer en el marco de nuestros pequeños confines. Y este esfuerzo tiene también indicadores de presición. Yo los invito a completar el inventario. Pero que no quede fuera de la reflexión estas necesidades:
1- La necesidad de construir el país desde nuestra exigente mirada. Nosotros sabemos lo que queremos: decencia, oportunidades dignas, salud y educación, modernidad, libertad, seguridad y justicia. Sabemos lo que no deseamos más: Destrucción, ruina, mentira, prepotencia, impunidad y servidumbre. Nosotros queremos congregar a nuestras familias y no la tragedia de la dispersión. No queremos un país donde el privilegio sea para los saqueadores. Queremos un país con una economía productiva y pujante. No queremos un país de mafias. Queremos un gobierno eficaz, pequeño, concentrado en hacer lo suyo, sin desbordes ni excesos. No queremos líderes eternos que abusan del poder encomendado para quedarse eternamente. Queremos alternancia en el poder, ejercido con límites y pudor republicano. ¿Lo podemos lograr? ¡Depende de si podemos romper con todo lo hecho para comenzar de nuevo!
2- Queremos una nueva clase de líderes, definidos bajo nuevos conceptos. Líder es aquel que comparte nuestras convicciones y dirige el camino. Que ni se vende, ni se prostituye, ni es adicto al poder para su propio lucro. El líder que queremos debe ser capaz de construir relaciones valiosas fundadas en la verdad. El líder que necesitamos tiene un proyecto de poder elaborado con integridad. No queremos líderes infatuados, con guardaespaldas y camionetas blindadas, que suben cerros para tomarse fotos, y que lo único que dan es la mano, pero no su compromiso.
3- Queremos una red de ciudadanos empoderados, con líderes que sepan trabajar coordinadamente. Porque no puede ser uno solo, providencialista y mandón, sino constructor de proyectos en común, con una hoja de ruta en el que todos comparten con equidad costos, ganancias y riesgos. No necesitamos “hombres fuertes”. Necesitamos líderes con fortaleza. No necesitamos conductores chabacanos, que transmiten una imagen sesgada del venezolano. Necesitamos líderes que modelen sobriedad y talante republicano. Tenemos que reencontrarnos con el país trabajador, frugal y esperanzado que hemos sido y que podemos volver a ser.
Pero el marco de aspiraciones luce incompleto si no proponemos un sentido. La gente pide afanosamente un qué hacer. Necesitan un encuadre y un contexto que les permita comenzar a construir oportunidades para un país que muchos quieren tirar a pérdida. Y eso supone superar dos caminos que nos regresan al abismo. El inmediatismo, y tratar de afectar lo que solamente son apariencias. El tiempo perdido es imputable a esa clase política falla y carente de sentido de la responsabilidad social. Que nos conformemos con ellos, porque son los que existen, nos condenan a perdernos de nuevo en el laberinto de la inefectividad.
El plano de las apariencias solo nos enreda en batallas espurias. Pretender que el problema es el pasaporte que no nos otorgan, los apagones o la usurpación masiva de todos los poderes públicos, nos pone a pelear con las representaciones de un ecosistema criminal que es mucho más complejo y que se ha encajado en nuestra vida precisamente porque estamos constantemente aturdidos por sus efectos. Pero ¡Cuidado! Esa es la propuesta de los voceros de los gremios empresariales. Algo así como encalar una pared podrida en sus cimientos. Quisieran ellos una “normalización de lo que hay”, para tener ellos más oportunidades. Quisieran ser parte de una gran burbuja, no tener que pensar, evitar el discernimiento, y tener acceso a lo que ellos consideran parte integrante de su prosperidad, sin importar el tamaño de la exclusión que con eso provocan. Todos ellos quieren su “Hotel Humboldt” o su archipiélago de islas exclusivas donde la cordialidad entre los que dicen ser adversarios públicos desmiente cualquier discurso aparentemente confrontador. Ellos son tentadores y tentación del apaciguamiento, la resignación y la capitulación. Por eso aplauden las mejorías infinitesimales, dicen que ahora llega el agua cada tres semanas, o que el documento de identidad lo entregan solo después de seis meses. La lucha para ellos es en el detalle reivindicador, sin impugnar la esencia. Lo de ellos es el gasoil, los aranceles, la voracidad fiscal, y la administración de la pandemia. ¿Y el fondo? Ellos se entregaron y ahora son mandarines informales del régimen ante el cual se hincaron.
Entonces, ¿qué hacer? La política que podemos y debemos hacer comienza por nosotros. En el libro de Jeremías hay un llamado que bien podría ser a nosotros: “Ciñe tus lomos, levántate y háblales. No temas, porque yo te he puesto en este día como ciudad fortificada, como columna de hierro y como muro de bronce, y pelearán contra ti, pero no te vencerán, porque yo estoy contigo para librarte”. Por eso debemos centrarnos en la verdad y recuperar siete dimensiones de la lucha y la resistencia política.
La fe
Este conflicto es existencial. El mal se engríe y cree que puede desplazar al bien hasta dejarnos en tierra baldía. Por eso, esta nueva etapa política nos debe reconciliar con nuestra FE y desde nuestras convicciones comenzar a combatir la oscuridad. Por la fuerza de las convicciones debemos entender, asumir y confiar que Dios está con nosotros y puede con nosotros dirigirnos hacia la liberación. Dios con nosotros debería volver a ser nuestro estandarte. Y nosotros poder definir con mayor precisión las líneas divisorias entre lo bueno y lo malo, lo aceptable y lo inaceptable. Sin convicciones estamos perdidos en el remolino donde todo vale lo mismo. El mal nos quiere desencajados y desmoralizados. Nuestro deber es revitalizar nuestra FE, levantarnos y comenzar a recorrer el camino hacia la liberación.
La familia
La familia es el último reducto que quieren destruir. No han podido, pero sus embestidas la han fracturado. Nos han hecho creer que nuestras familias ni funcionan ni son motivo de orgullo. Han relativizado la vida, expoliado la responsabilidad en la educación de nuestros hijos, sometido al hambre y obligados a la dispersión. Pero hay que reconstituir las familias como centro de la vida, los valores, la responsabilidad por los otros y la esperanza. El espacio de la infancia, la ternura y la protección de los que todavía son frágiles. El espacio de nuestros abuelos, que merecen esa vida en conjunto y el honrar el mandamiento que manda a velar por los padres. Me refiero a la de cada uno, sin filosofar sobre la de los demás. Es un llamado a tomar posesión de nuestros bastiones de resistencia, no dejarnos allanar ni vencer, y desde allí, levantarnos y comenzar a recorrer el camino de la liberación.
La comunidad
La calle, el condominio, la urbanización, la escuela, la iglesia, las cercanías requieren de nuestra activa preocupación y ocupación. El país que queremos cambiar comienza en nuestra casa y se despliega por nuestras calles. Velar por lo común, practicar el respeto, ser constructivos y severos en la responsabilidad compartida, aportar lo acordado y celebrar la cotidianidad del orden que nosotros mismos nos proveemos forman parte de esa comunidad vida que nos hace participar de la luz que entre todos nos procuramos. Solo cuando la calle deje de ser ajena, estaremos preparados para fundar el país que queremos. Nadie más que nosotros va a protagonizar el cambio. Y en ese sentido la política nueva debe ser de abajo hacia arriba.
La compasión
El sufrimiento de los demás no nos puede ser ajeno. La militancia en la indiferencia nos ha resquebrajado las ligazones que todavía nos significan como comunidad política. La familia y la comunidad se deben realizar en la compasión que nos aúna y que da paso a la lealtad de proyectos colectivos. Es tener el coraje de mirar al otro que sufre para intentar atenuar las razones de su pesar. En un país asolado por un régimen que nos quiere destruir, dispersar y dañar en nuestra esencia, solo la práctica militante de la compasión nos puede devolver el propósito común que tenemos como nación.
La experiencia como pedagogía política
Familia y comunidad deben ser los centros donde insistamos en la cultura de la explicación. Insistir en el valor de la verdad como el arma que nos protege de la farsa. Desentrañar las causas de nuestra servidumbre y conseguir caminos en común para resistir y vencer. Contrariar las mitologías socialistas y las promesas falsas y viles del populismo. Entender lo que nos ha ocurrido, asumir responsabilidades y costos, encarar la mentira, y soñar con todas las posibilidades de un país diferente, son parte del quehacer político que se nos impone. Asumir esta experiencia como aprendizaje y promesa de cambio. La política es comunicar para convencer y prepararnos para vencer.
Foco en salir de la bancarrota moral
No se trata de quedarnos en la mera contemplación de nuestra fatal condición. Es una época de preparación y acondicionamiento para rescatar el país que nos han arrebatado. Por eso mismo debemos tener el coraje de romper y dejar atrás todos los que nos han traído hasta aquí. Y el compromiso de no volver a cometer los mismos errores. El país nuevo tiene que ser diferente al partidismo clientelar, a las macoyas de las élites pervertidas, al rentismo irresponsable, la violencia del “guapo y apoyado”, las infinitas tramas que se ingenian “los más vivos”. Por eso mismo, superar la quiebra requiere primero un repliegue para volver a la fe originaria, recuperar la familia, hacernos parte activa de la comunidad, practicar la compasión y comenzar a narrar esta época para comprenderla y tratar de salir de ella. Es nuestra bancarrota la que debemos superar.
Acción y cambio
Llegado el momento, actuar para institucionalizar los cambios. No antes, ni después. Y no ceder al cansancio, el facilismo y la displicencia. La política comienza hoy, contigo y entre los tuyos. Exponte a la experiencia del ser líder, estar con los tuyos para ser sal y luz, y con los demás siendo sal y luz. Luz en tu casa, luz en la calle. Porque todo tiene su momento, y la paciencia todo lo alcanza. Recuerda que más allá del temor y la turbación, ¡Solo Dios basta!
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