Muchos, de lado y lado, se esfuerzan en analizar quién resultó victorioso entre el gobierno y el llamado G4, en relación a las negociaciones que llevaron al acuerdo político entre ambos sectores para reiniciar el diálogo, en esta ocasión en la ciudad de México, y a la firma de un memorándum de entendimiento en el que resaltan la posibilidad del levantamiento de las sanciones, solicitado por el sector oficial, y la realización futura de elecciones con todas las garantías que deben tener en cualquier democracia, presentado por los grupos opositores negociadores.
He leído argumentos serios y racionalizaciones grotescas sobre qué sector político resultó ganador. Los prejuicios dirigen casi todos los escritos al respecto, pues realmente se trata de demostrar que el adversario, cuya identificación depende de quien hace el análisis, ha sido obligado a sentarse a dialogar y a reconocer al otro, por lo que su derrota es más que evidente. Aplicado al gobierno, éste habría sido vencido por Guaidó y compañía, pues tuvo que aceptar su beligerancia política. En el caso de la oposición extremista, ésta tuvo que reconocer que quien gobierna es Maduro.
Pero esos “análisis” no sirven para mucho, pese a lo elaborado de algunos de los mismos e incluso la calidad de algunos de sus autores, pues como ya dije están motivados por el interés de defender a uno de los sectores enfrentados y descalificar al otro. Es muy poco lo que pueden hacer los fanáticos en la elaboración de un análisis serio y objetivo de la situación presente, ni de las causas que llevaron a sentarse en la misma mesa a conversar, discutir y llegar a acuerdos, a quienes tienen años comportándose y tratándose como enemigos irreconciliables.
Cuando dos grupos políticos se enfrentan en forma antagónica, la principal razón para hacer un alto en el enfrentamiento y acordar negociar radica en que ninguno de los dos puede acabar con el otro. No lo puede hacer desaparecer, ni lo puede someter, y éste es el caso de lo ocurrido entre el gobierno y la oposición extremista. Ésta tiene un apoyo internacional todavía importante, y ese respaldo es liderado nada menos que por el Departamento de Estado, quien es el responsable de las sanciones económicas y diplomáticas contra el país.
El gobierno por su parte controla totalmente la política interna, sin mayor contrapeso de ningún sector opositor. Las oposiciones están profundamente divididas, por lo que no enfrentarán exitosamente al gobierno en las elecciones de noviembre venidero, a menos que ocurra un milagro político. El gobierno está cómodo en la política interna. Ha derrotado todas las acciones violentas que lo han tratado de derrocar y ha evitado la conformación de un frente amplio en su contra.
Sin embargo, la situación económica y de servicios en el país es particularmente desastrosa. Las condiciones de vida de los venezolanos son las peores en muchas décadas. El apoyo popular del gobierno se ha quebrantado en forma importante, lo que más temprano que tarde forzará cambios que pueden llegar a ser incontrolables. Además, las acciones de rectificación económica, si es que las podemos llamar de esa manera, están seriamente entorpecidas por las sanciones y la inestabilidad de todo tipo del país. Se hace necesario un cambio para llevarlas adelante.
El gobierno ha decidido activar, al lado de la apertura económica, una apertura política y social, que sólo puede concretarse dando mucho más espacio a los sectores opositores más beligerantes y con mayor fortaleza. Esto no significa una renuncia a mantenerse en el poder; significa una nueva forma de tratar de mantenerlo, lo que abre nuevas posibilidades de lucha democrática en el país a la oposición extremista, que ya sabe que con los métodos utilizados hasta ahora no ha hecho otra cosa que atornillar en el poder al PSUV y perder el respaldo popular que llegó a tener.
En este proceso estamos luego de más de 20 años de gobiernos chavecistas.