Las arenas implacables del desierto de Chihuahua se extienden a ambos lados de la frontera entre México y Estados Unidos, y hasta allí, al oeste del estado de Texas, ha llegado Haydée Castillo, defensora de derechos humanos, ahora en el exilio, en busca de identificar compatriotas nicaragüenses entre los cadáveres de los migrantes que han sucumbido en la travesía. Hierbajos secos y cactus espinosos adornan las dunas. De algunos de los cuerpos solo queda la osamenta cubiertas de harapos; otros se hallan aún en descomposición bajo el sol que arde implacable sobre las molleras.
La acompañan expertos de la Universidad de Texas que se encargan de tomar muestras de ADN para buscar como identificar a los migrantes en su base de datos. Entre las pertenencias hay alguna billetera con fotografías de familiares que quedaron atrás. Ella busca alguna pista, una cédula de identidad, algún billete de córdoba, una banderita de Nicaragua, alguna pulsera trenzada de azul y blanco.
El éxodo hacia Estados Unidos ha venido creciendo dramáticamente desde 2018, cuando se dio la represión que dejó más de 400 muertos, sobre todo jóvenes, y en los últimos meses, tras la nueva ola de persecuciones, cárcel y asedio policial, ha tenido un repunte no menos dramático. “Con tristeza constatamos nuevamente la migración de nicaragüenses, en su gran mayoría jóvenes, por persecuciones políticas”, declara la Comisión Episcopal del Arzobispado de Managua.
En junio, la cifra de detenidos en la frontera con México, porque fueron sorprendidos cruzando, o se entregaron voluntariamente a las autoridades, fue de 7.741, y en julio se duplicó, hasta alcanzar 13.371. En enero había sido de 500.
En los dos últimos años han sido 31.713 nicaragüenses los que, según el Servicio de Aduanas y Protección Fronteriza, han intentado atravesar la frontera, y 13.000 de ellos eran parte de familias que viajaban juntas, contando 1.500 niños.
En el pasado los nicaragüenses no solían emigrar a Estados Unidos de la manera masiva que lo hacen los guatemaltecos, salvadoreños y hondureños, provenientes de los tres países centroamericanos del “triángulo del norte” que han merecido recientemente un sonado programa de atención especial de inversión y desarrollo, a cargo de la propia vicepresidenta Kamala Harris.
Las razones tradicionales de la emigración desde estos tres países, a lo largo de muchos años, han sido sobre todos las penurias económicas y la inseguridad ciudadana. Y no es que los nicaragüenses no se desplazaran por esto mismo, pero lo hacían sobre todo hacia Costa Rica, donde permanecen, muchos de manera ilegal, o pueden ir y volver después de cumplir trabajos temporales.
Pero ahora el número de quienes buscan abandonar el país se multiplica, al sumarse la represión, y la incertidumbre acerca del futuro de inestabilidad que se avizora, cuando la economía puede entrar en cualquier momento en crisis a consecuencia de las políticas de aislamiento internacional que promueve la dictadura, y de las sanciones en su contra, que amenazan ser cada vez más crecientes. Y el éxodo se dirige tanto hacia Estados Unidos como a Costa Rica, donde han ingresado 11.000 nicaragüenses solo en el tiempo reciente; y quienes se aventuran más lejos, buscan España.
Según la Agencia de las Naciones Unidas para Refugiados (Acnur), cerca de 108.000 nicaragüenses han abandonado el país desde 2018 en busca de protección fuera de las fronteras. Y el azaroso camino hacia la frontera de Estados Unidos se llena de huellas, urgidas y cada vez más numerosas.
No todos logran llegar, y se quedan en algún trecho. Como Olivar Zeledón, quien el sábado 31 de julio se desnucó al caer del techo del vagón de un tren, atestado de migrantes, que iba de Zacatecas a Coahuila. Su cuerpo fue hallado al día siguiente a orillas de la vía férrea.
Ese mismo día, el domingo 1 de agosto, por la noche, Óscar Javier Fuentes fue asesinado a balazos por desconocidos que dispararon desde una motocicleta contra un grupo de migrantes que conversaba en las afueras del refugio de Jesús del Buen Pastor, en Tapachula. Su compatriota Melvin Abel Altamirano resultó herido de gravedad. Oscar Javier era de la Trinidad, Estelí, y su hermano William había sido asesinado en 2018 por los paramilitares que reprimían las protestas en las calles.
Atravesar el territorio mexicano es toda una hazaña, aun antes de enfrentarse con las aguas del río Bravo, donde muchos mueren ahogados, o con las arenas del desierto, donde se puede extraviar el rumbo y morir de sed, o de insolación.
Mientras tanto, desde que los migrantes nicaragüenses cruzan la frontera hacia territorio de Honduras, sus vidas comienzan a peligrar a merced de los “coyotes” que los van llevando trecho por trecho, una red que a su vez está en manos de los carteles de la droga que dominan los diversos territorios a lo largo de la ruta.
A Meylin Obregón y su hijo Wilton, de 10 años, las autoridades migratorias de Estados Unidos los devolvieron a territorio mexicano, donde ella fue secuestrada, y el niño quedó abandonado, y apareció llorando en un video que se hizo viral. Ahora, tras pagar su familia en Nicaragua un rescate, vendiendo y empeñando todo lo que tienen, la madre acaba de ser liberada.
Y algunos deben enfrentarse con la triste suerte de ser deportados de regreso a Nicaragua, donde van a dar directo a la cárcel si se hallan en las listas negras de la policía.
Anita Wells, de la Nicaraguan American Human Rights Alliance, afirma que “tenemos cantidades de gente, de muchachos en centros de detención. Algunos están heridos, algunos son expresos políticos y aun así no siempre los dejan entrar”. Su organización ayuda a los solicitantes de asilo a evitar su expulsión.