En el español de Venezuela, “pedir la cola” equivale a pedir un aventón.
El modismo se presta a un chiste de salón ya viejo y cada día más bobo, siempre disfrazado de advertencia: “si vas a Colombia no le pidas la cola a nadie; menos si se trata de una dama”, etc.
En el plano social, y entre venezolanos, no se ve mal que al momento de las despedidas, al tiempo que se deshace una reunión festiva o de trabajo, preguntes alzando la voz quién tiene carro, quién va para Petare, quién a La Pastora. Los más serviciales vocean invariablemente su destino, sin que se les pregunte, seguido el anuncio de un “¿quién quiere la cola?”
Pedir cola, o una “colita”, si el trayecto es más bien corto, denota familiaridad, camaradería. “Dame la cola”, o su recíproco, “¿quieres la cola?”, han sido, también y en más de una ocasión, el comienzo de algo memorable. Una conversación iluminadora, por ejemplo, o un romance.
Dos, quizá tres generaciones de venezolanos, tuvimos la dicha de que un gran filólogo e hispanista de origen polaco, Ángel Rosenblat, nacido en Węgrów en el seno de una familia judía que emigró a la Argentina, viniera a vivir entre nosotros y que fuese nuestro compatriota.
Rosenblat era de la estirpe de Henríquez Ureña, uno de sus maestros, y tal como don Alfonso Reyes dijo de Henríquez Ureña, enseñaba también “por emanación”. Su legado se repartió en más de treinta libros sobre el castellano de América y en el recuerdo regocijante que su conversación dejó en quienes lo conocieron.
Durante años, Rosenblat mantuvo una columna titulada Buenas y malas palabras en el español de Venezuela, cuya recopilación ha sido un libro consistentemente muy vendido, y no solo en mi país, desde los años 40. Entre los libros suyos que más aprecio está su muy recomendable versión al castellano moderno del Amadís de Gaula.
Algo que singulariza sus trabajos sobre el léxico es el provecho que supo sacarle, justamente, a la conversación criolla. Le interesaron siempre las expresiones más socorridas, risueñas y enigmáticas de nuestra habla coloquial. Me refiero a giros de origen inextricable como “juega garrote”, “p’a la cara del muerto” o “dejar el guarapo pago”. Fórmulas absolutamente indescifrables, aunque no para Rosenblat que se las apañó para poner en claro esos misterios de la lengua. En esa categoría abracadabrante está “pedir la cola”.
Esto halló Rosenblat: la expresión se originó en La Guaira, el puerto de la costa de Caracas, en tiempos coloniales. El camino que “en tiempo España” llevaba a la capital de la Capitanía debe elevarse más de 1500 metros para salvar la cordillera, y tiene largos trechos muy empinados. Los temporales y el tráfico de pezuña destrozaban el empedrado y, en la estación de lluvias, el fango hacía la marcha a pie poco menos que imposible. Los caminantes solían pedir a los arrieros que les dejaran aferrar la cola de sus recuas “hasta más arribita”, hasta salir del barrizal “por la orillita”. “Deme la cola, amigo, tenga la bondad…”
El tiempo y el uso amasaron esta y otras cortesías camineras al punto de que un caballero principal, uno cualquiera de nuestros mantuanos, no tuviese empacho, pese a las jerarquías que imponía el sistema de castas, en ofrecer la cola de su cabalgadura a una humilde “embojotada” cargada de hijos. “Péguese de la cola, misia”, le diría.
El zaperoco de las redes sociales mostró en estos días escándalo porque tres miembros de la comitiva opositora que, en México, acaba entablar ímprobas negociaciones con el régimen de Maduro, “pidieron la cola” nada menos que a Jorge Rodríguez, inapiadable jerarca del régimen, gran mandarín de Maduro, para regresar en su avión a Caracas.
Yo, como el que más, y sé que no estoy en minoría, no espero absolutamente nada de esas rondas mexicanas, como no sea la definitiva instauración de un prolongado modus vivendi entra una satrapía cleptócrata posmoderna, consentida por la izquierda mundial, y el corpúsculo motriz de un crónico e inconducente gobierno de harvardianos en el exilio, subsidiado por Washington.
Me gustaría mucho, desde luego, pensar que hayan tenido redaños los viajeros lambucios –buena palabra esta, según Rosenblat— para reclamar, durante los 3.500 kilómetros del viaje, la libertad de los más de 300 presos políticos venezolanos, secuestrados hasta hoy sin juicio.
Pero nadie que aspire a ser comparsa en las fementidas elecciones convocadas para noviembre por Nicolás Maduro pide la cola al borde del barranco para incordiar al dueño del caballo.