El controvertido final de la intervención militar norteamericana en Afganistán ha provocado una cascada de críticas tanto de la oposición republicana como de las filas demócratas, académicos, diplomáticos, estrategas, editorialistas, activistas de derechos humanos y sociales, etc. Los reproches son amplios y muy diferentes según el caso, pero desde el calamitoso episodio de Vietnam no se había generado un ambiente de pesimismo sobre la capacidad de Estados Unidos para liderar el orden liberal internacional.
Las consideraciones críticas giran en torno a la noción de credibilidad, no tanto a la de los recursos (militares, diplomáticos, económicos o culturales). Como ocurriera en las distintas etapas del aislacionismo, en los siglos XIX y XX, el debate se focaliza en las prioridades de las élites, pero también en la voluntad de la ciudadanía. ¿Lo que la élite decide es lo que la mayoría de los norteamericanos desean? Es una cuestión tramposa, porque la posición de los ciudadanos suele estar condicionada por la manera en que las élites presentan la realidad, definen los intereses nacionales y presentan las opciones de actuación.
En todo caso, un fracaso sin paliativos como el de Afganistán deja a las élites con un margen de maniobra más estrecho que de costumbre. Este caso ha servido de epítome de la “guerra contra el terror”, lanzada por la administración Bush en 2001, aunque desde el final de la guerra fría, durante el mandato de Clinton, este pilar de la política exterior y de las asignaciones militares ya había adquirido una posición predominante en el pensamiento estratégico. El balance, veinte o treinta años después, no es positivo.
Los analistas difieren en el diagnóstico. Para los partidarios acérrimos de la acción sin complejos ni reservas, el problema principal ha residido en la discontinuidad del esfuerzo y la escasa resistencia a las presiones ante las dificultades, aparte de problemas secundarios de naturaleza logística o diplomática. Una crítica por defecto, en definitiva.
Los más críticos replican con una impugnación general de la obsesión por la política antiterrorista, el drenaje de recursos, la militarización del pensamiento político, la minoración de la acción diplomática, el desprecio por el conocimiento de las zonas de conflicto, etc. Una crítica por exceso.
Los neutros toman elementos críticos de cada uno de los anteriores, pero tienden a focalizarse en los aspectos operativos, en los detalles, en las cuestiones de orden práctico en los errores. Una crítica modulada.
Finalmente, sólo unos pocos, desde la izquierda, plantean una crítica sistémica, una visión más amplia del papel hegemónico de Estados Unidos en el mundo, de la arrogancia del poder casi absoluto, de la ausencia de contrapeso real, de deriva de una lógica imperial que se manifiesta brutalmente en cada crisis, cuando interesa. Cuando más se pone en evidencia es cuando fracasa, como es el caso de Afganistán.
Conviene tener en cuenta que, en este debate como en casi todos de orden político, las posiciones personales y corporativas juegan un papel nada desdeñable. Los militares suelen culpabilizar a los políticos y, en menor medida a los diplomáticos; los académicos resaltan las carencias y manipulaciones de los militares, la ignorancia de los políticos y la impotencia de los diplomáticos; y éstos lamentan la creciente falta de recursos y su marginación en los procesos de toma de decisiones.
De todo lo leído y escuchado estas dos últimas semanas sobre la pesadilla afgana y de la inminencia del vigésimo aniversario del 11 de septiembre, es muy destacable la reflexión de Ben Rhodes, el que fuera Consejero de Seguridad Nacional de Obama en sus últimos años. Una voz crítica de la “guerra contra el terror”, sin excluir a la administración de la formó parte.
Rhodes denuncia que ese “proyecto” ha condicionado toda la política exterior del país en las últimas dos décadas y, lo que es peor, su “vasta infraestructura sigue activa”. Los “abusos en materia de vigilancia, detención e interrogación” practicados por la administración Bush facilitaron la “militarización del pensamiento político”. Obama no pudo o no supo desmontar ese tinglado y Trump lo ensalzó, justificó y utilizó contra sus oponentes políticos internos. Una de las principales consecuencias de la fallida estrategia contra el terror ha sido el auge del terrorismo interno, practicado por de la extrema derecha, xenófobo, racista y reaccionario. Mientras el 11 de septiembre generó un esfuerzo multimillonario en la captación de recursos, el 6 de enero (toma del Congreso por los extremistas de derecha) ni siquiera se ha investigado con la profundidad exigida, debido al obstáculo de los republicanos (1).
El exconsejero de seguridad considera que el Presidente Biden debe empezar a desmantelar ese complejo de la “guerra contra el terror”, sin ambages ni dilaciones, si no quiere que la propia prosperidad de la sociedad norteamericana se vea seriamente comprometida. Aunque su reflexión está escrita antes del episodio final en Afganistán, sus críticas a la desventurada intervención norteamericana en aquel país, pero también en Irak, son contundentes e inequívocas.
El historiador de la Universidad de Columbia Stephen Wertheim reclama el fin de la “presidencia imperial”, es decir, el poder de la Casa Blanca para “declarar y autorizar el uso de la fuerza militar” en caso de amenaza para la seguridad nacional, una medida adoptada por el Congreso en 2001, con sólo un voto en contra (2). En otros trabajos, Wertheim se ha mostrado crítico con la noción de “primacía” de los Estados Unidos en el orden mundial (3).
En una línea pragmática se mueven analistas con Daniel Byman, experto en yihadismo de la Brookings, o Cinthya Miller-Idriss, investigadora del extremismo derechista blanco. Byman estima que “hay que vivir con la amenaza islamista”, pero sin perder de vista que, en estos veinte años, el terrorismo interno ha causado muchas más muertes que el islamismo radical. En coincidencia con Rhodes, Miller-Idriss asegura que la guerra contra el terror ha reforzado a la extrema derecha violenta (4).
Desde la “doctrina realista de las relaciones internacionales”, el profesor de Harvard Stephen Walt aboga por la liquidación de las guerras interminables y la aceptación de que Estados Unidos ni puede ni debe seguir ejerciendo de gendarme internacional, por el bien de sus propios ciudadanos. Se debe poner fin a la creencia de que hay un modelo de gobernanza, con independencia de lo que consideren las poblaciones. La construcción de naciones ha sido un fracaso desde su propia concepción (5).
Frente a estas posiciones, surgen las de quienes creen que, al cabo, la “guerra contra el terror ha sido un éxito en la medida en que ha logrado su objetivo estratégico: “prevenir otro ataque contra EE.UU”. Consideran, sin embargo, que el balance es ambivalente, porque el proyecto no se ha desarrollado plenamente, aunque al menos ha servido para modernizar el aparato militar, reorientarlo hacia funciones de seguridad y dotar a fuerzas locales de capacidad para combatir las amenazas terroristas (6). Estos autores asumen que no se ha modificado el Oriente Medio, porque los estados hostiles mantienen su capacidad para desafiar el actual orden internacional, por lo que es necesario profundizar en la estrategia.
Notas
(1) “Them and Us. How America lets its enemies hijack its foreign policy”. BEN RHODES. FOREIGN POLICY, septiembre-octubre 2021.
(2) “Rnd the Imperial Presidency”. STEPHEN WERTHEIM. THE NEW YORK TIMES, 25 de agosto.
(3) “Delusions of dominance. Biden can’t restore American primacy- and shouldn’t try”. FOREIGN AFFAIRS, 25 de enero.
(4) “The good enough doctrine. Learning to live with Terrorism”. DANIEL BYMAN; “From 9/11 to 1/6. The war on terror supercharged te far-right”- CINTHYA MILLER-IDRISS. FOREIGN AFFAIRS, septiembre-octubre 2021.
(5) “Could the United States still lead the world if It wanted to?”. STEPHEN M. WALT. FOREIGN POLICY, 17 de julio.
(6) “America failed its way to counterterrorism success”. MICHEL O’HANLON y HAL BRANDS. FOREIGN AFFAIRS, 12 de agosto; “Why American can recover from failures like Afghanistan and Iraq”. ROBERT D. KAPLAN. THE ECONOMIST, 23 de agosto [este artículo forma parte de una serie sobre el “futuro de la potencia norteamericana”].