Frente a la puesta en el centro del debate público de la reducción de jornada como solución empresarial, se impone no aceptar «cantos de sirena» y utilizar el debate no para contemporizar y pisar el freno bajo la falsa ilusión de una victoria caída del cielo, sino para agudizar las contradicciones y fortalecer la pugna por desmercantilizar el trabajo y la vida.
La agudización inexorable de la crisis capitalista está dando lugar a fenómenos curiosos e inesperados. Uno de los más recurrentes en los últimos tiempos es el que está conduciendo a sujetos indubitablemente ligados al statu quo sistémico a defender, como por arte de magia, postulados hasta ahora enarbolados exclusivamente –y en la más fría y hostil soledad– por distintas expresiones de la izquierda más o menos antagonista.
La supuesta mutación «neokeynesiana» de la UE a cuenta de los fondos europeos Next Generation es un ejemplo claro de esta orientación emergente hacia el requiebro táctico por parte de determinados sectores político-empresariales. Un cambio en los términos del debate público que está dando lugar a no pocas disensiones estratégicas dentro de los sectores rupturistas que deben ser urgentemente clarificadas. En este sentido se impone responder a la pregunta: ¿constituyen estos casos de «apropiación» por parte del gobiernos y patronales victorias populares, espacios arrebatados al capital y ganados para la clase trabajadora? De ninguna manera.
La reducción de la jornada laboral es un buen ejemplo en este sentido. La emergencia de la digitalización, la robotización y la inteligencia artificial como santo y seña del capitalismo actual ha agudizado los debates preexistentes sobre la crisis del empleo. Así, el avance de esta nueva economía está directamente vinculado a una importante reducción de la demanda absoluta de empleo. Las estimaciones son diversas en este sentido, pero hay quien prevé reducciones de más del 50% de los empleos actualmente existentes. El impacto en un territorio como el vasco, altamente industrializado, será nítido y ahondará en la permanente crisis industrial que vive el territorio, cada vez más asolado por EREs como los de Petronor, ITP, Tubacex, etc.
Ante este panorama, y bajo una fuerte dosis de fe tecnológica espoleada precisamente por los fondos europeos, la reducción de la jornada laboral es ahora defendida también, en formatos diversos, por grandes empresas y gobiernos. Así, la semana de 4 días ha saltado al escenario parlamentario en el estado español, oscilando su viabilidad entre la tracción hacia la izquierda que tratan de ejercer los socios minoritarios del gobierno de coalición y la eterna obediencia oligárquica del PSOE. Al mismo tiempo, multinacionales como Telefónica ya han comenzado desde este verano a implementar programas experimentales en este sentido a cambio de bajadas en el salario. Más recientemente, la marca de ropa Desigual ha anunciado que su plantilla votará la opción de trabajar cuatro días a la semana a cambio de una reducción del salario del 6,5%.
Estamos, pues, lejos de aquellos tiempos en los que hablar de las 35 horas constituía una especie de anomalía ligada a imaginarios rupturistas y de confrontación –recordemos que las 35 horas fueron eje vertebrador de una exitosa huelga general en Hego Euskal Herria en 1999–, pero es indudable que el tema tiene en la actualidad cierta centralidad discursiva, aunque lejos de los marcos de reparto del empleo e incluso de los trabajos en sentido amplio.
¿Cómo participar desde la izquierda en este debate? Como primera premisa, no podemos aceptar acríticamente y sin disputa iniciativas que vengan desde las élites en estos momentos de reconfiguración sistémica. En este sentido, pareciera que en determinados ámbitos cala la percepción de que el capital estaría poco menos que «cayendo en la cuenta» de la pertinencia de la medida, ante lo cual habría simplemente que subirse al carro y dejar hacer. Pero lo cierto es que si la reducción de jornada no es objeto de una fuerte disputa popular, si no responde a una iniciativa firme de expropiación de capacidades –económicas, políticas, laborales– en detrimento del capital, nos podemos encontrar avalando medidas que, en la práctica, operen al servicio del ajuste salarial y de reducción de costes laborales de las empresas. Es decir, que bajo medidas concebidas en origen como vía hacia un reparto del trabajo y la riqueza más justo, se habiliten medios por los que las empresas canalicen y legitimen el proceso de expulsión creciente de mano de obra del mercado laboral en el que ya nos encontramos, saneando de paso sus propios balances. Que den carta de naturaleza, en definitiva, a una resignificación corporativa de la reducción de jornada o reducción del tiempo de trabajo -desvirtuando su potencial antagonista- desde parámetros funcionales a los ajustes de largo alcance que el capitalismo precisa para hacer frente a la crisis integral en que se encuentra.
Y es que no podemos obviar que el actual debate –y las iniciativas empresariales que han surgido de la mano de este, como las de Telefónica y Desigual, a la que seguirán sin duda otras– emerge en un contexto de crisis sistémica sin precedentes, donde el ajuste permanente se ha convertido en seña de identidad. Un ajuste en el que exprimir al máximo el factor salarial resulta estratégico, en una constante presión hacia abajo. Esta es promovida consciente y sistemáticamente por patronales y gobiernos en paralelo a la proliferación de cierres, EREs y reducciones de plantilla que expulsan del mercado a una masa laboral creciente. En este contexto, el movimiento social, sindical y popular lleva en Europa varias décadas netamente a la defensiva, tratando de resistir a duras penas este embate permanente. El impulso de iniciativas de reducción de jornada por parte de sectores político-empresariales hegemónicos no responde, por tanto, a una imposición obtenida por los sectores populares y sindicales organizados. No es el resultado final de un largo proceso de luchas que hubieran desembocado en una suerte de capitulación capitalista.
Por el contrario, su asunción por parte de determinadas élites, sin ser obligadas a ello y en un contexto de retroceso de la movilización social, debe hacernos sospechar que nos encontramos más bien ante una adecuación funcional de la medida a los intereses del capital. Así será, a menos que le entremos inmediatamente a la disputa por establecer los términos de la misma en favor de las capas populares, confrontando con el mantra tramposo de la productividad con el que desde El Economista o Cinco Días ya han comenzado a marcar línea en este asunto.
Aterrizando sobre lo concreto, una de las principales disputas que decantarán la balanza se sitúa en torno a la existencia o no (y en qué grado) de merma salarial en los sectores y empresas en los que se impulsen medidas de reducción de jornada. Como señalábamos anteriormente, Telefónica y Desigual ya han tomado nota para sus experiencias piloto, sentando un precedente nefasto. Esta puede ser la vía corporativa para la implementación de reducciones de jornada cada vez más extendidas. Corremos así el riesgo de dar por buenos aparentes avances que incorporen de hecho fuertes mermas salariales. Además, lejos de operar en términos de reparto del empleo, esta propuesta corporativa incidiría en la expulsión de masa laboral del mercado, en coherencia con el horizonte capitalista antes señalado.
Pensemos, por ejemplo, si una política de reducción de jornada con fuerte reducción salarial no resultaría apetitosa para entidades bancarias como BBVA o Caixabank, ya hoy inmersas en procesos generalizados de despidos derivados del cierre masivo de sucursales físicas. Pagarían menos salarios y avanzarían en sus objetivos de reducción de estructuras físicas. En definitiva, creyendo estar cumpliendo un programa de reparto del empleo, podríamos terminar haciéndole el «trabajo sucio» al capital para no lograr, a la postre, márgenes significativos de reparto de ese cada vez más exiguo empleo disponible.
Es por eso que, en el tiempo histórico que se abre, en el que los «cantos de sirena» corporativos en esta materia van a ser cada vez más intensos, la pugna de los sectores rupturistas y transformadores tiene que poner en el centro de su programa inmediato la defensa «a cara de perro» de las condiciones salariales adquiridas (e incluso su extensión) como componente inseparable de las políticas de reducción del tiempo de trabajo que estén por venir. En consecuencia también, por tanto, el rechazo de propuestas tramposas que pretendan imponer rebajas salariales en nombre de la productividad y la corresponsabilidad.
Es más, desde el campo popular es preciso confrontar tajantemente toda medida en términos de reducción de jornada que no parta de premisas claramente orientadas a expropiar al capital espacios de reproducción; que no busque limitar sus capacidades e incrementar las de la colectividad; que parta de la ilusión de que en el actual contexto histórico, bajo un capitalismo cada vez más agresivo y depredador, hay lugar para una distensión o conciliación (siquiera temporal) en torno a medidas de este tipo que pudieran entenderse como compartidas, consensuadas o bajo un interés común. En definitiva, preservar la identidad de la reducción de jornada como instrumento al servicio del reparto del trabajo, evitando su cooptación corporativa y la consiguiente desvirtualización de su sentido real.
Todo ello en el marco de un horizonte de emancipación más amplio que apunte hacia la desmercantilización y colectivización de la resolución de las necesidades sociales, la reorganización en términos emancipadores de los trabajos socialmente necesarios y la comunitarización del control de los procesos de planificación económica y social. Paradójicamente, en el actual escenario, la pugna por avanzar en este horizonte de larga mirada, que incluye la superación de la «dictadura del salario» y la resignificación del trabajo más allá del empleo desde una óptica democratizadora, no patriarcal y emancipadora, pasa también por defender empleos y salarios frente a una ofensiva capitalista que los sitúa en el centro de su estrategia de ajuste, dada su creciente dificultad para identificar y explotar nuevos nichos de los que extraer beneficios y plusvalor.
En definitiva, frente a la puesta en el centro del debate público de la reducción de jornada como solución empresarial, se impone no aceptar «cantos de sirena» y utilizar el debate no para contemporizar y pisar el freno bajo la falsa ilusión de una victoria caída del cielo, sino para agudizar las contradicciones y fortalecer la pugna por desmercantilizar el trabajo y la vida. Los ecos del otoño de movilización creciente que se esperan en Hego Euskal Herria pudieran ser una ocasión perfecta para situar esta visión en el centro. Son tiempos de confrontación, no de distensión.