Del árbol decapitado por el hacha, quedó el muñón desnudo y, aún así, lo seguimos mirando como si estuviera vivaz y erguido. Todos los días, al salir al balcón, si extendía la mano, tocaba sus hojas. Algunas noches dialogábamos, y así supe su pasión por el tango y los candentes arrullos con el gañán viento del norte.
Una amanecida le hablé de Jorge Luis Borges y sentí su madera carcomida por el tiempo implacable, la lluvia y el calor sofocante, comprimirse.
Ahora, al trazar estas letrillas, recordé ese momento.
El árbol recordado, en el lugar donde se hallen sus resecas ramas convertidas en olvido, se acordará acaso nuestro apego de años.
Quizás a Jorge Luis Borges el memorioso, el escritor inmortal amigo de El Golem de Praga, hecho de consonantes y vocales, coleccionista de hojas recogidas en todos los bosques del mundo, le hubiera gustado conocerlo. Posiblemente le hubiera escrito un poema con fervor porteño:
“Cada arbolito es una selva de hojas. / Lo asedian vanamente / los estériles cerros silenciosos / que apresuran la noche con su sombra / y el triste mar de inútiles verdores”.
A los lejos unas voces.
– Esperá, pibe, no tan aprisa. Voy corriendo.
– ¿Bioy?
– El mismo, Che. Escuché esos versos arrancados de “Fervor de Buenos Aires”, y enseguida me dije: esa voz gangosa la conozco.
El autor de “El informe de Brodie” le tomó por el brazo, caminaron despacio hacia un inclinado sauce y comenzaron a contarse historias inmortales.
– Mira Adolfo – no se acordaba de habérselo dicho ya antes -, si pudiera vivir nuevamente mi vida, en la próxima trataría de cometer más errores. Sería más tonto de lo que he sido, de hecho tomaría muy pocas cosas con seriedad.
Se miran y sonríen.
Borges camina hacia la orilla del Río de la Plata, ancho como el mar; Bioy lo sigue. La bruma los envuelve en celaje, música y notas de tangos. A lejos, Ernesto Sábato, inmóvil en el zaguán de una esquina, los mira con nostalgia partir y les grita: “¡Pronto os alcanzaré, muchachos!”.
Los dos amigos se dan la vuelta y exclaman al unísono: “No temas, aquí estaremos; pero no tardes, tenemos un viaje hacia el Sur al encuentro de mariposas azules y cardos floridos. También caracolas de mar para escuchar el murmullo de las estrellas.
Entre la oscuridad y la niebla, el espíritu del árbol cortado de la vereda se emociona al oír el relato de sus encariñados compadres.
A la par, lector de luces y sombras que creo ser sobre las esquinas del barrio, lo escucho en el murmullo invisible de unas hojas rozando los cristales de la ventana. El árbol viejo revive.
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