Soy un firme creyente en la separación de poderes. Es suficiente con examinar la suerte de las sociedades en las cuales la división de poderes no existe.
De manera similar considero que debe existir una separación entre el mundo civil y el entorno eclesiástico. Al César lo que es del César.
Sin embargo, observamos que las Iglesias y sus dirigentes espirituales se ven obligados periódicamente a asumir un rol activo y políticamente relevante cuando los poderes civiles dejan de servir a los intereses del individuo, cuando grupos extremistas y criminales asaltan las instituciones cuyas funciones son efectivamente salvaguardar las necesidades de los integrantes de la sociedad.
Habiendo formado parte del gentilicio venezolano por más de 4 décadas, observé cómo la Iglesia se mantuvo generalmente al margen de la actividad política. Excepción meritoria anterior contemporánea fue la del liderazgo del arzobispo Rafael Ignacio Arias Blanco durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Destacó el monseñor la desigualdad económica entre las clases de la época que condujo a que “una gran masa del pueblo esté viviendo en condiciones que no se pueden calificar de humanas”, no obstante, los considerables ingresos del Estado
En nuestros días, en los últimos años del régimen actual, soy testigo del renovado rol de esta Iglesia que alerta acerca de los desmanes y atropellos de quienes tienen el uso exclusivo de las armas, y de los grupos armados que los acompañan.
El cardenal Jorge Urosa utilizó su voz y liderazgo en esta última etapa para ponerse de lado de la sociedad que sufre los embates mencionados y a través de la Conferencia Episcopal Venezolana dejó plasmada su voz de enérgica protesta que tiene eco internacional.
Mi amigo, el cardenal Urosa, fue un gran señor, amable y cordial, estudioso, preocupado por la suerte de la gente. Pastor cuya palabra fue escuchada por muchos, incluso fuera de la Iglesia.
Paz a sus restos mortales, permanencia a sus enseñanzas y ejemplo personal.