Hace tres semanas, el presidente Biden anunció planes de exigir la vacuna contra la covid-19 —o, en algunos casos, pruebas semanales como alternativa— a la mayoría de los trabajadores estadounidenses. Enseguida hubo predicciones de que la medida sería contraproducente y solo serviría para endurecer la resistencia a las vacunas. De hecho, algunas encuestas indicaban que hasta la mitad de los trabajadores no vacunados preferiría dejar el trabajo antes que vacunarse.
Pero estas amenazas están resultando ser en su mayoría vacías. Muchos gobiernos estatales y locales, así como un número considerable de empleadores privados, han impuesto ya la vacunación obligatoria, y esta obligatoriedad ha tenido mucho éxito. El cumplimiento ha sido elevado, y solo un número relativamente pequeño de trabajadores ha renunciado o ha tenido que ser despedido. Para entender por qué la obligatoriedad de la vacuna parece funcionar tan bien, debemos pensar en la verdadera naturaleza de la resistencia a la misma. En su mayoría, quienes se niegan a ponérsela no creen realmente que las vacunas contengan microchips de seguimiento, ni que provoquen efectos secundarios graves.
Por el contrario, todo lo que yo he visto indica que muchos de los que se resisten a vacunarse son los mismos que en el pasado se indignaron cuando se declaró obligatorio el uso del cinturón de seguridad y cuando se prohibieron los fosfatos en los detergentes, o más recientemente, los que se negaron a llevar mascarilla. Es decir, es gente que reniega cuando se le pide que acepte en nombre del bien común algo que, en su opinión, puede suponerle un coste o una incomodidad. Y como he señalado con anterioridad, la indignación política ante las normas de salud pública parece, en todo caso, inversamente proporcional a lo onerosas que sean esas normas.
La cuestión es que la resistencia a las vacunas en general no deriva de preocupaciones profundas, sino que a menudo implica afirmaciones sobre el derecho a dar prioridad al interés personal (o a percepciones erróneas del interés personal) por encima del interés común. De modo que, afortunadamente, muchos de los que se resisten ceden en cuanto el cálculo del interés propio se invierte y la negativa a ponerse los pinchazos tiene costes inmediatos y tangibles para su economía.
Retrocedamos para hablar de por qué se estancó la vacunación en Estados Unidos; por qué, después de un comienzo prometedor, nos quedamos por detrás de otros países avanzados. Y seamos francos: el problema principal son los republicanos.
Es cierto que las tasas de vacunación entre adultos negros e hispanos quedó rezagada inicialmente respecto al resto de la población, al igual que las tasas entre quienes se declaran políticamente independientes. Pero esos desfases se han ido corrigiendo con rapidez. Por ejemplo, entre abril y septiembre, el porcentaje de adultos negros vacunados aumentó del 51% al 70%, mientras que solo subió del 52% al 58% entre aquellos que se declaran republicanos.
Las pruebas geográficas también son contundentes. Los condados que apoyaron mayoritariamente a Donald Trump tienen unas tasas de vacunación mucho más bajas que aquellos que apoyaron mayoritariamente a Biden. Y desde el 30 de junio, la décima parte más trumpista del país ha tenido una tasa de mortalidad por covid 5,5 veces superior a la décima parte menos trumpista.
¿Pero por qué se niegan tantos republicanos a vacunarse? Algunos, por supuesto, creen las afirmaciones ridículas acerca de los efectos secundarios y las conspiraciones siniestras que circulan en las redes sociales. Pero probablemente se trate de una pequeña minoría.
Casi con seguridad, los medios de comunicación convencionales de derechas, y en especial Fox News, han tenido mucho más que ver. Estos medios se abstienen por lo general de emitir afirmaciones claramente corroborables, porque les preocupan las demandas. Pero, no obstante, quieren hacer todo lo posible por debilitar al Gobierno de Biden, de modo que han hecho lo posible por suscitar dudas acerca de la seguridad y la eficacia de las vacunas.
La consecuencia ha sido la de llevar a muchos republicanos a considerar que el vacunarse es una imposición, un coste que se les pide que asuman y no un beneficio que se les ofrece; y por supuesto, algo a lo que se les anima a oponerse precisamente porque los demócratas lo quieren. Puede que los expertos médicos digan que no vacunarse aumenta enormemente el riesgo de enfermar de gravedad o fallecer, pero ¿qué sabrán ellos?
Como he dicho, probablemente hay pocos estadounidenses, incluso entre quienes se declaran republicanos, que crean realmente las historias de terror sobre las vacunas, o que estén dispuestos a hacer sacrificios personales grandes y visibles en nombre de la “libertad”. De modo que tan pronto como el coste de no vacunarse deja de ser una estadística y se vuelve concreto —niégate a vacunarte y perderás el trabajo— la mayor parte de la resistencia a la vacuna se evapora.
Todo esto tiene una conclusión política clara para la Administración de Biden y para otros líderes como los gobernadores y los alcaldes: adelante a toda máquina. La obligatoriedad de la vacuna no provocará dimisiones masivas; provocará un ascenso drástico en las tasas de vacunación, lo cual es fundamental para finalmente poner la covid-19 bajo control y también para lograr una recuperación económica sostenida.
Y los demócratas no deberían temer las repercusiones políticas. Casi nadie va a votar a los republicanos porque le enfurezcan las normas de salud pública, ya que, muy probablemente, estas personas votarán a los republicanos en cualquier caso. Lo que realmente importa para el destino político de los demócratas es que la vida en Estados Unidos esté mejorando visiblemente el próximo otoño, y la forma de conseguirlo es poniendo esas inyecciones en los brazos.
Premio Nobel de Economía. © The New York Times, 2021. Traducción de News Clips