En una gaveta guardo una caja con fotos que evito mirar. Son imágenes llenas de rostros que se marcharon, cientos de amigos, colegas y familiares que ya no habitan en esta Isla. La escapada de deportistas, artistas, balseros o funcionarios se acelera en la medida en que el país se hunde. Ahora mismo, vivimos tiempos de caída estrepitosa y de adioses constantes.
La fuga de 11 peloteros cubanos durante el Campeonato Mundial sub-23 de béisbol, en el estado mexicano de Sonora, ha sido el más reciente capítulo de esta sangría, pero cada día muchos otros toman la decisión de partir, se suben a un avión sin mirar atrás, atraviesan una selva o cruzan el mar. Están expresando con sus pies lo que no se atreven a decir en voz alta: el sistema es un fracaso y el país resulta invivible.
El destino final puede ser cualquier lugar. Ayer una amiga anunció que se marcha a Islandia, otra isla de la que solo sabe que “está lejos de Cuba y no están construyendo el socialismo”. El vecino de la esquina rompió su carné del Partido Comunista y ahora trabaja en una brigada de limpieza en Miami; mientras que una amiga de la infancia está organizando un matrimonio de conveniencia para emigrar a Italia.
Algunos se lamentan de haber esperado tanto. “Mi hermana me lo advirtió y pensé que esto iba a ir mejorando, pero va para atrás como el cangrejo”, me dice la dependiente de un mercado agrícola cercano. “Prefiero empezar de cero en cualquier lugar que pasar el resto de mi vida aquí”, sentencia. Dos clientes que apuran un vaso con jugo asienten con la cabeza tras escucharla.
Todos los que arriban a la conclusión de que “hay que salir y salir ya” tienen esa mirada de absoluta resolución que se ve en los puntos nodales de la vida. He notado esa dureza en las viudas, en las familias que lo han perdido todo tras un incendio e incluso en los presos condenados a largas penas. Es como si después de haber sido despojado de todo, comprendieran que les queda un último poder: la potestad sobre sus cuerpos.
Y esa facultad de decidir poner distancia de por medio -física o mentalmente- de aquello que duele o enoja, es la que están ejerciendo los miles de cubanos que cada año emigran. Ni los titulares triunfalistas de la prensa oficial, ni los matutinos escolares encendidos de consignas, ni las promesas de un modelo “próspero y sostenible” a la vuelta de la esquina los disuaden. Están hartos.
Al inicio, el oficialismo cubano justificaba la escapada tildando de burgueses a quienes partían al exilio después de que sus propiedades, industrias y negocios habían sido confiscados. Más tarde, los llamaron “escorias” por aquello de que eran subproductos descartables de la “fundición del hombre nuevo”. Todavía hoy, los describen como gente débil ante “los cantos de sirena del capitalismo”.
Hábilmente, el castrismo también ha utilizado la emigración como una válvula para soltar la presión social. No es casualidad que las grandes oleadas migratorias cubanas, como la salida por el Puerto de Mariel en 1980 o la Crisis de los Balseros en el verano de 1994 hayan estado precedidas de graves estrecheces económicas y un aumento de la inconformidad ciudadana. A las protestas populares del 11 de julio le viene tocando también su estampida y ya la estamos viviendo.
La vergüenza de que prácticamente la mitad de una delegación deportiva se fugue de una competición es algo que no se limpia con los abultados dólares de las remesas que mandan posteriormente los emigrados. El fenómeno solo ocurre en países-prisiones al estilo del bloque comunista de Europa del Este, la dinástica dictadura de los Kim en Corea del Norte, Belarús… y esta Isla. Estamos en la lista de las naciones que se sienten como barrotes; de los sistemas que se viven como jaulas.
Nos esperan meses de decir adiós cada día, porque no van a poder poner un policía al lado de cada cubano que viaje en una delegación oficial. Las fugas quizás toquen también a las altas instancias del poder, porque las ratas abandonan el barco cuando se hunde, no por “ratas”, sino por inteligentes. Sienten que solo es cuestión de tiempo que a este cascarón vacío de sistema lo sepulten las aguas del cambio.